Antonia Orellana, la poderosa ministra de la Mujer y Equidad de Género, sonríe a veces. Al menos lo intenta. Pero no hay en esa sonrisa nada alegre ni despreocupado. Se asoma por ella por el contrario algo que parece a veces desdén, pero conociendo como conozco desde la adolescencia a su tío Juan Cristóbal Guarello, sé que solo se impaciencia ante preguntas trilladas y lugares comunes mil veces empleados. Ganas de pasar rápido a los temas que importan sin detenerse en las cortesías de una conversación galante. Eso y también timidez e inexperiencia esperable en alguien de 32 años con poca figuración pública anterior.
Dura, fuerte, decidida, rotunda, leal son todas ventajas a la hora de aconsejar al Presidente, que tiene en ella un pilar fundamental. Todas desventajas cuando se trata de seducir a las audiencias, de acariciar en el sentido del pelo a la opinión pública. A Antonia Orellana le falta saber que tener la razón es en un mundo no del todo razonable, una de las maneras más seguras de equivocarse.
Al separar la verdad material de la procesal en el caso de las acusaciones de abuso sexual de Carabineros, no decía nada falso o equivocado, solo inmensamente inoportuno. Como ministra de la Mujer y feminista convencida que es, no puede decir más que lo que dijo, pero como parte del comité político de La Moneda, como asesora principal del presidente, estas declaraciones desafinan y desatinan, asustando a los que debería calmar y alejando a los que deberían acercarse.
Es esa dualidad de función la que justamente no funciona en el diseño del Gobierno. Antonia Orellana ha sido sin duda una muy buena ministra de la Mujer y la Equidad de Género. En ese papel ha conseguido logros legislativos notables como la Ley de Responsabilidad Parental y Pago Efectivo de Pensión de Alimentos, e iniciativas esenciales como el sistema nacional de cuidado. Logros que no explican su impopularidad en las encuestas (es la peor evaluada del gabinete).
Quizás lo que explique esta impopularidad, es su rol de comisario político del Gobierno, “dueña” de una espesa red de asesores de géneros en todos los ministerios. Algo, que un ministerio vigile a los otros, solo existía en diseños totalitarios del poder. Dueña también de una enorme influencia que se debe a su capacidad política indudable, pero también a ese carácter recio, duro, y al miedo indudable que cierto feminismo punitivo provoca en hombres, que, como el Presidente, quisieran ser mucho más deconstruidos de los que les toco ser.
En La Moneda nadie se atreve a decirle que no a Antonia Orellana, que se atreve a responder que NO a las peticiones que todavía no le han hecho. El No es quizás el problema principal, no solo de Antonia Orellana sino de muchos que trabajan en el Gobierno.
No han conocido en su vida nadie que les diga que “NO”. No han tenido jefes que piensen distinto a ellos. No han tenido metas que no sean propias, ni métricas que no sean diseñadas por ellos. En el caso de la ministra, pasó de la universidad, donde estudio periodismo, a la rectoría de la Universidad de Chile, donde trabajó en estudios de género con gente que pensaba igual que ella. Su única experiencia fuera de la militancia fue un breve paso por el diario electrónico “El Desconcierto”.
De alguna forma el primer verdadero No que ha recibido tanto Antonia como su generación, fue el Rechazo del 4 de septiembre. Un No al cuadrado o al cubo. Un No en muchos distintos planos que son más difíciles de asumir cuando se han recibido tantos Sí, de entrada. Algunos Sí sinceros y otros hipocráticas. Algunas aprobaciones nacidas de la convicción y otras de la decidida y la del miedo a la reprobación por redes sociales que decir la palabra equivocada puede provocar.
Es eso lo que la generación que nos gobierna tiene que evaluar. ¿Cuánto del cambio que dábamos por aceptado, por asumido, no lo era? ¿Cuánto de “Chile cambió”, cambió realmente? O más bien ¿de qué naturaleza es realmente ese cambio de Chile?
El mundo mapuche y el de los pueblos originarios fue el primero en entender que la plurinacionalidad en vez de empujar la frontera de lo posible, lo estrechó. En la voz de muchos de sus intelectuales uno ha escuchado el comienzo de una evaluación completa y compleja de lo sucedido en la Convención. En el feminismo de la cuarta ola y en el ecologismo radical no se percibe el mismo impulso. Quizás no suceda porque gran parte de su credo no es solo ideológico, ni menos político, sino religioso.
Todas las ideas pueden discutirse y rebatirse, pero ninguna fe acepta ser puesta entre paréntesis. Es el dilema que enfrenta en primera línea Antonia Cósmica Orellana, el renunciar a la fe para hacer política, o el renunciar a la política para estar a la altura de la fe. La fe pide martirio, pide sacrificio, pide milagros también. La política pide cautela, astucia, resistencia, ironía, firmeza y flexibilidad. La política pide enamorarse de lo posible y sus errores. La fe ve lo posible como lo primero que hay que superar y los errores como horrores.
La ministra de la Mujer y la Equidad de Género navega entonces entre esas dos aguas. A veces intenta la política y otra vez se quema en el altar de la fe y olvida que la presunción de inocencia ha sido también una garantía para las mujeres y sobre todo para los más pobres, que son los que tienen más que ver con el sistema judicial. Que la ley y solo la ley permite la igualdad antes que ella, que, si bien no se consigue casi nunca, es siempre mejor intentar que abandonar de entrada. Vuelve ese tono de vigilancia y castigo, de alerta morada, de expurgación y expulsión que es algo que los chilenos aprendieron a detestar y que explica en gran parte la votación en el plebiscito.
Porque Chile se pregunta, ¿si nada de lo que quiere o cree la ministra Orellana es distinto de lo que cree y quiere la mayoría de la población y las medidas que proponen van en el sentido de la mayoría, son racionales, practicas, útiles? ¿Entonces por qué la mala cara?
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