En 2010, Adam Neumann y Miguel McKelvey lanzaron WeWork. Rápidamente atrajeron inversionistas como Goldman Sachs y JP Morgan, llegando a cotizar su empresa en 20.000 millones de dólares.
WeWork se presentaba como mucho más que un espacio de oficinas. Se marketeaba como una filosofía de vida para una “generación de emprendedores emocionalmente inteligentes e interconectados a la que le preocupa el mundo, quiere hacer cosas copadas y ama el trabajo”, incluso llegaron a comparar su producto con “kibutz capitalistas”.
El horizonte de los fundadores de WeWork llegaba lejos. En la revista Forbes, Neumann declaró que cuando llegara la colonización de Marte, a cargo de Elon Musk, esperaban tener sus oficinas en aquel planeta.
Con un discurso como ese, fue bastante grande la sorpresa cuando, en octubre de 2019, auditorías mostraron que la empresa era insolvente y tuvo que cancelarse su salida a la bolsa (además de cambiar de dueños).
Esta es la historia con que Alejandro Galliano (2020) ejemplifica su visión sobre el momento utópico en el que vivimos.
No es, como se ha planteado con frecuencia, que el utopismo ha muerto, sino que un tipo de utopismo, el del progresismo, ha terminado siendo reemplazado por otro, el de los “súper emprendedores”.
Si el siglo XX fue la consolidación de un ideario que imaginó a la humanidad alcanzando un nuevo estadio de desarrollo, una nueva forma de relacionarse en una sociedad mejor, en el siglo XXI la sociedad utópica dio paso a los individuos utópicos.
“El nuevo hombre” ya no sería el producto de una nueva sociedad, como planteaba el socialismo del siglo XX, sino que, en el siglo XXI, la nueva sociedad sería producto de un “nuevo hombre”, un genio del emprendimiento que con sus ocurrencias nos sacaría a todos de nuestras miserias mundanas.
Estos meses han estado marcados por los porrazos de varios de estos súper emprendedores.
Elon Musk en Twitter, quien luego de su llegada hizo a la empresa perder a 50 de sus 100 principales anunciantes y más de 1 millón de usuarios. Sam Bankman-Fried y el colapso económico que trajo con sus negocios en FTX, haciendo “desaparecer” 24.000 millones de dólares. Elizabeth Holmes, la emprendedora de biotecnología condenada por fraude luego de haber fundado la empresa Theranos, avaluada en 9.000 millones de dólares, supuestamente desarrolladora de una tecnología revolucionaria para los exámenes de sangre.
Cada uno de estos casos muestra que la frontera que separa al genio del emprendimiento del charlatán es mucho más delgada de lo que el utopismo del siglo XXI sugeriría.
Charlatanes existen en política, economía y cualquier ámbito de la actividad humana.
Por cierto, nada de esto niega la importancia que tiene el emprendimiento para el desarrollo de las sociedades. Ni siquiera niega la posibilidad de que, en realidad, los genios súper-emprendedores puedan existir.
Más bien, si hay un aprendizaje del reciente colapso de íconos del emprendimiento, es que el éxito casi nunca es resultado únicamente de las capacidades individuales. Sin el ropaje del colectivo, siempre ocurre que “el rey está desnudo”.
Detrás de cada historia de emprendimiento exitoso hay un colectivo de personas empujando y, a la vez, evitando los excesos que puede traer la fe ciega en genios individuales. Más aún: hay una sociedad y un orden social que permite que surja la innovación y el desarrollo.
Soñar un mejor futuro no es patrimonio exclusivo de un puñado de súper emprendedores. Tanto para los emprendedores como para los líderes en todos los ámbitos, haríamos bien en democratizar el derecho de dejar a los sueños volar mientras los pies se mantienen firmemente en la tierra, para así evitar caer en las manos de los charlatanes de todo tipo.
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