Lapidaria y temeraria resultó la evaluación de la nueva ministra vocera sobre la gestión del gobierno saliente, al que calificó como el peor de la historia. Lo hizo en la víspera de la asunción de Gabriel Boric al poder en una coyuntura extremadamente difícil y compleja: la gobernabilidad del país está amenazada por las divisiones que está dejando una convención constituyente hegemonizada por la extrema izquierda, empeñada en pasar la aplanadora y humillar a la minoría que representan los sectores de derecha y moderados.
Los sectores marginados del debate constitucional son minoría porque apenas lograron elegir 36 convencionales, que no alcanzan a ser un tercio de la convención. Pero en las elecciones parlamentarias lograron una gran votación, alcanzando el control de la mitad del Senado y la bancada más grande de diputados. Además, obtuvieron más del 44% de los votos en la segunda vuelta presidencial.
Se da la paradoja, entonces, que el sector político constantemente humillado e ignorado en la Convención es el mismo que tiene el poder en el Congreso, sin cuyo apoyo el gobierno de Boric no podrá avanzar en la implementación de su programa. Sin embargo, esta paradoja, donde la minoría en la Convención es una fuerza relevante y decisiva en el Congreso no la ven, no la toman en cuenta los convencionales de izquierda. En el microclima refundacional que prima en la asamblea, la izquierda da rienda suelta a sus afanes refundacionales dibujando en el texto constitucional un país que poco tiene que ver con la realidad.
Los convencionales no están conscientes de que la constitución debe ser de todos y para todos, que no es un programa político de un sector, y que en su discusión y elaboración hay que tomar en cuenta la correlación de fuerzas real de la sociedad que no está reflejada solo en el número de convencionales, sobre todo pensando en el plebiscito de salida.
Además, olvidan que la implementación de la nueva constitución requerirá una enjambre de leyes que definirán la “letra chica” (que como sabemos es fundamental), el cómo y el cuándo se aplicara la nueva constitución, las que deberán ser aprobadas por el actual Congreso. Y de esas leyes depende su éxito. No exagero al decir que en cierta forma en el congreso se reabrirá el debate constitucional; el propio texto remite cuestiones fundamentales a la ley.
El presidente Boric es un líder carismático que cuenta con el cariño -casi podríamos decir con la devoción- de un parte muy significativa de la población. Representa el cambio generacional que para muchos va asociado al fin de la corrupción y las malas prácticas que no tengo la menor duda él repudia del modo más sincero.
La ciudadanía está esperanzada porque nunca en nuestra historia un candidato presidencial ha hecho tantas y variadas promesas, que -objetivamente- hoy aparecen como imposibles de cumplir sin gastar lo que no se tiene. Sobre todo porque para ganar la segunda vuelta Boric se comprometió a la estabilidad fiscal, designando a Mario Marcel como el guardián de la billetera.
La historia demuestra que si un presidente, por muy icónico que sea, no cumple sus promesas ni las expectativas que generó en campaña su popularidad se evapora rápidamente, como le ocurrió Michele Bachelet y a Sebastián Piñera. La única excepción a esta regla ha sido Salvador Allende porque un sector de la población tenía un compromiso emocional e ideológico férreo con su revolución y llegaron a marchar con la pancarta “este gobierno es una mierda pero es mi gobierno”.
Pero este no es el caso. El presidente Boric asume con una coalición débil con muchas contradicciones y cuentas por cobrar, que rehízo su programa sobre la marcha en la segunda vuelta contra la opinión del Partido Comunista.
Esto se aprecia con claridad en la Convención Constituyente, donde los convencionales de los partidos que integran el gobierno dan rienda suelta a sus diferencias creando derechos o poniendo medidas que el Estado no está en condiciones de financiar o que tendrían un efecto devastador sobre la inversión y la paz social.
Hay que tener presente que por primera vez en nuestra historia contemporánea el gobierno no será el único ni siquiera el principal protagonista, ya que las grandes decisiones, lo verdaderamente importante, se está resolviendo en otra parte por otras personas que no necesariamente obedecen al gobierno.
No la tiene nada de fácil el presidente Boric. Para bien o para mal su destino y el éxito o el fracaso de su gobierno están indisolublemente ligados al resultado de la convención y sobre todo al plebiscito de salida. El rechazo del texto sería el fin del gobierno. Y si se aprueba por estrecho margen una constitución mal elaborada, sectaria, excluyente, con un nuevo diseño institucional improvisado, la gobernabilidad se haría muy difícil.
La frase de la ministra Vallejo que calificó al gobierno de Piñera como el peor de la historia me hizo recordar lo que decía el congresista demócrata estadunidense Charly Rangle: “Ponle un poco de azúcar a cada palabra que sale de tu boca porque es muy probable que después te las tengas que tragar”.
En este contexto tan impredecible y convulsionado en que vivimos no se puede descartar que el peor gobierno de la historia termine siendo el actual.
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