No existe una definición única y taxativa del concepto de democracia. Para algunos es un sistema político (el menos malos que se ha inventado, parafraseando a Churchill), para otros una forma de comprensión de la vida en sociedad.
Hay posiciones y actitudes que se relacionan más o menos con la democracia dependiendo de quién utilice el término y con qué objetivo. Tener una actitud democrática puede significar cosas muy distintas para dos vecinos de una misma cuadra, dificultando la creación de un ethos común y compartido. La historia de la democracia es, en ese sentido, tan plural y polisémica como la del liberalismo o el socialismo.
Sobresalen, con todo, algunos rasgos comunes entre las distintas tradiciones que se (auto)denominan democráticas.
Por de pronto, la idea de que la legitimidad del poder descansa en el “pueblo”, esto es, en la acumulación de intereses abstractos que conforman la comunidad política. Es cierto que el concepto de pueblo es igualmente polisémico que el de democracia. Sin embargo, incluso las dictaduras que han utilizado algún tipo de definición de democracia para justificar su accionar (basta pensar en la “democracia protegida” de Pinochet) lo han hecho en nombre del pueblo.
En términos históricos y comparativos, resalta una segunda característica: la idea de que ese mismo pueblo debe, cada cierto tiempo, elegir a sus autoridades para que los representen en las instancias de representación. Es lo que habitualmente se denomina como “democracia representativa” y que, en Chile, existe desde la primera mitad del siglo XIX.
En efecto, el régimen representativo fue diseñado en la década de 1820 como alternativa a la democracia “pura” (o directa) de las ciudades antiguas, considerada por muchos como una forma de gobierno imposible de replicar en países geográfica y demográficamente más extensos. El ejemplo jacobino durante la Revolución Francesa -en el que el pueblo pretendió gobernar directamente, es decir, sin la mediación de los representantes- no hizo sino confirmar estos temores. De ahí que la revolución de independencia en Chile pueda ser vista, al menos en parte, como una reacción a los impulsos soberanistas que amenazaban con cruzar el Atlántico e instalarse en el país.
Pero ya que esa misma revolución se había hecho para replantear el alcance de la soberanía popular, las dirigencias de la época no podían simplemente desconocer el papel del pueblo en la toma de decisiones. Fue así que, durante la década de 1840, liberales y conservadores consensuaron que la manera de morigerar la democracia directa era a través de la introducción de mecanismos de representación, única forma de que el pueblo estuviera debidamente representado, pero sin caer en los devaneos asambleístas de la democracia de los antiguos. Nacía, así, la democracia representativa en Chile.
Desde entonces, aquel sistema ha tenido altos y bajos. Las mujeres, por ejemplo, votaron en una elección municipal recién en 1935, y en una presidencial en 1952. El cohecho -práctica comenzada en el siglo XIX a través del cual los grupos de poder, sobre todo en las zonas rurales, compraban el voto del campesinado- continuó existiendo hasta bien entrado el siglo XX; y los gobiernos autoritarios de Ibáñez del Campo y Pinochet debilitaron considerablemente los espacios de representación.
La transición a la democracia en la década de 1990 fue, a su vez, un parteaguas en la historia política del país: tal como otras naciones latinoamericanas y centroeuropeas, Chile logró dejar atrás una larga y dolorosa dictadura. Como resultado, las condiciones materiales básicas de la población mejoraron considerablemente; gobiernos de distinto signo accedieron legítimamente al poder; y un reformismo gradualista imperó por sobre el maximalismo de izquierda y derecha.
Y, a pesar de todo ello, aquí estamos, en medio de la que se encamina a ser una de las crisis más estructurales que haya experimentado la democracia representativa en Chile. Desde que los movimientos sociales de la década de 2010 (y que hoy están instalados en La Moneda) desarrollaran una crítica despiadada contra todo lo que oliera a “neoliberalismo” (un término que, a estas alturas, tiene una muy baja profundidad analítica), se han sucedido una serie de iniciativas que no han dudado en responsabilizar a la democracia representativa de todos nuestros males.
Esto no es exclusivo de Chile, claro está. En los últimos años hemos sido testigos de los ataques que ha recibido dicho régimen, desde el trumpismo norteamericano a los gobiernos radicalizados que tienen contra las cuerdas a buena parte de Latinoamérica. Con algunas diferencias, esa crítica se ha hecho presente en Chile no sólo en la izquierda decolonial que observamos, por ejemplo, en la Convención, sino también en el Partido Republicano y el Partido de la Gente. En el caso del PDG, se trata de un conglomerado con miles de militantes sin una línea programática clara y conocida pero que, apelando al pueblo (o a la “gente”), ha hecho de la democracia representativa su blanco preferido.
La herramienta preferida para ello es la “democracia digital”, entendida como una práctica que se sustenta en consultas que muchas veces terminan siendo vinculantes. ¿El resultado? El PDG ha tirado por la borda la mediación entre el pueblo y los representantes, dañando considerablemente el funcionamiento de la democracia representativa. Así las cosas, de una democracia en crisis pero funcional nos encaminamos peligrosamente a una democracia carismática y en la cual los políticos y la política juegan un rol secundario y marginal (véase Aldo Mascareño et al, Puntos de Referencia, 630, Centro de Estudios Públicos).
No se trata, por cierto, de hacer una defensa a brazo partido de la democracia representativa, pues no cabe duda de que ella requiere, en Chile y el mundo, de reformas profundas para sobrevivir a los tiempos actuales (no descarto, por de pronto, la introducción en el futuro de algunos mecanismos de democracia directa). Sin embargo, si no hay mediación, si la política no tiene principios orientadores que vayan más allá de la contingencia, entonces cabe la posibilidad cierta de retroceder en derechos y libertades. El país no puede darse ese lujo.
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