Como el otro lado del espejo de aquel doloroso personaje que interpretara en El Pianista (2002, R. Polanski), Adrien Brody (que obtuvo un Oscar por ese rol) lleva sobre sus hombros una historia humana más desgarradora aún, si es posible, y de una rica e intensa complejidad. Un filme monumental que sabe hilvanar lo social y lo íntimo para hacerse trascendente.
Si el músico judío polaco vivió la Segunda Guerra oculto en Varsovia entre sobresaltos y la más angustiosa incertidumbre, del arquitecto húngaro László Toth (A. Brody) las primeras imágenes que sus ojos nos muestran (plano subjetivo) es la Estatua de la Libertad. La vemos invertida porque él viene aglomerado junto a muchos otros refugiados judíos que han logrado huir del nazismo (y luego del stanilismo) y llegar hasta tierras americanas.
Es 1947. A la alegría por el exitoso final del viaje y tras una recepción aduanera muy bien organizada por el Gobierno norteamericano, se sigue su deambular por calles de mala muerte en Nueva York. Los daños que acarrea László son externos e internos. De los maltratos físicos le ha quedado una trizadura en la nariz, cuyo intenso dolor subsana con heroína.
De allí viaja a encontrarse con su primo Attila, un hombre que se ha instalado con un próspero negocio. En ese abrazo de esperanza László llora a lágrima viva. Pero es solo el comienzo de un camino áspero, injusto y pedregoso.
No es banal que la película se llame El Brutalista. Porque el hombre y su obra comparten características, orígenes y razones. La corriente arquitectónica conocida como “brutalismo” precisamente surge post Segunda Guerra y está determinada por la necesidad de construir estructuras duras, resistentes. László es así: duro e irreductible, pero como el concreto, el hormigón armado, también se asoman en él sus grietas y ciertas marcas.
La crudeza y el realismo dominan un relato donde no hay espacio para sentimentalismos.
El trauma, la pérdida, la traición y el daño que aún le puede ser infligido marcan una vida trágica. El hombre dañado y la gloria del artista conviven en él. László tenía una obra reconocida en su país cuando la guerra lo arrasó.
En EE.UU., tras verse obligado a dejar la empresa de su primo, trabaja como obrero de la construcción. Allí lo encuentra Harry, el hijo de un acaudalado industrial de Pennsylvania, quien lo contacta para un trabajo en su mansión. Luego será el patriarca de la familia, Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), quien le encargará aquel asombroso conjunto arquitectónico, que diseña y construye a su modo, muy inspirado en sus vivencias. László logró imponer su sello, no sin dificultades y cortapisas. Y aunque fuese pensado para mayor gloria de su mecenas, aquel monumento sí se impone como un faro para la comunidad.
La película alterna las imágenes en construcción con las cartas que van y vienen entre él y su mujer, quien no ha logrado salir de Europa. E intercala ciertos momentos “documentales” sobre la prosperidad del “sueño americano” con la vida que irá armando el protagonista, la que nunca será un jardín de rosas.
El contraste entre la miseria de estos refugiados europeos y la ostentosa riqueza de los millonarios es irónica: László es un arquitecto reputado y su mujer (Felicity Jones), para sorpresa de los comensales del palacete, habla un inglés mejor que el de ellos porque estudió en Oxford, dejando en evidencia la pobreza cultural de sus millonarios anfitriones, de fortunas recientes.
Nada sobra en esta filosamente bien construida tragedia. Ni el intermedio (les servirá para tomar aliento). Ni menos aquel viaje a Italia, para comprar mármol.
Dato. El personaje de László Toth no es real: está inspirado en arquitectos como Marcel Breuer, Louis Kahn y Paul Rudolph, entre otros. Sí existe un Laszlo Toth, geólogo húngaro que se hizo conocido por vandalizar ¡la Pietá!, en 1972, tras lo cual fue internado en una clínica psiquiátrica.
The Brutalist
Dirección: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
EE.UU., 2024
Duración: 215 min.
Esta película es una experiencia gozosa. Mangold sabe sumergirnos en ese mundo que ha recreado y filmado para nosotros.
No más aparecerse la figura larga y delgada de Bob Dylan (mimetizado en Timothée Chalamet), bajándose del auto que lo ha dejado en las gélidas calles de Nueva York, con su guitarra al hombro y no mucho más, y el espectador ya está capturado por la emoción ¡alucinante! de ser parte de aquel momento y lugar donde todo estaba pasando.
Tenía 19 años y venía de Minnessotta.
Es 1961 y la noche del Greenwich Village (por ahí se divisa el Café “Wha?”) explota de músicos en las veredas y en los bares y escenarios, repletos de público vibrando en comunión.
Dylan (como lo escribió en sus “Crónicas”) “no iba en busca de dinero ni amor. Me sentía extremadamente despierto, iba a la mía, era un tipo poco práctico y, para colmo, un visionario. Estaba totalmente decidido y no necesitaba ningún tipo de aval. Tampoco conocía un alma en aquella metrópoli congelada, pero eso iba a cambiar muy pronto”.
Chalamet camina y se mueve exactamente así: con la seguridad serena de quien sabe lo que quiere. Pero sí tuvo un aval: Pete Seeger (Edward Norton), quien incluso lo alojaría en su casa en esos días de su intempestiva llegada a Nueva York. Bob lo encontrará en el hospital donde él ha ido a ver a Woody Guthrie, el influyente cantautor de folk, severamente enfermo.
Pete lo llevará a los circuitos de la música folk, de la que es un ferviente defensor, aunque Bob le responderá desde un principio que sí, hace folk, pero le interesa todo.
Su talento superlativo, sensibilidad y amplia cultura (eligió llamarse Dylan por el poeta, Dylan Thomas) sumado a una inmutable certeza, con no poco de narcisismo, prontamente ubicaron al joven músico al medio de la escena musical neoyorquina.
Esa donde Joan Baez (Monica Barbaro) era ya una ídola y ella misma se asombraría del talento del joven músico. La compleja relación profesional y sentimental entre ambos sigue la evolución que tuvo la carrera de Dylan. Porque él sabía observar y escuchar y si alguien llamaba su atención, lo seguía hacia el escenario donde estuviese cantando. Bob iba y venía de su relación con Joan y con Sylvie Russo (Elle Fanning).
De fondo, la crisis de los misiles, los mitines de protesta, el asesinato de Kennedy.
Ya famoso —y algo hostigado por el acoso de los fans— empieza a cartearse con Johnny Cash, con quien se reunirá en más de una ocasión, incluso compartiendo escenario en el mítico Festival de Folk de Newport en 1965, por el que Pete Seeger se jugaba la vida. Pero Dylan (se lo había dicho: en música, me interesa toda) ya había evolucionado hacia el rock y las guitarras eléctricas (lo había dicho: “iba a la mía”) y en ese lugar era incompatible. Nada que lo detuviera.
Dejó almas heridas —la de Seeger, la de Joan, la de Sylvie, la de aquel público— pero (lo había dicho) estaba totalmente decidido y sí, era un visionario.
Nunca perdería su rumbo (como sí le ocurrió a Johnny Cash, por sus problemas personales, que ya se asomaban).
De toda esa escena musical (es alucinante la de nombres, actuaciones, grupos reconocidos que brillan en la película) solo él trascendió y cambió el curso de la música en EE.UU.
Dato. Basada en el libro de Elijah Wald de 2015, “Dylan Goes Electric”, que retrata la escena musical de Nueva York de principios de los 60. Dylan (premio Nobel de Literatura 2016), hoy de 83 años, aportó al guion y se reunió varias veces con el director Mangold.
A complete unknown
Dirección: James Mangold
Guion: Jay Cocks, James Mangold
EE.UU., 2024
Duración: 141 min.
Nada se compara a la seducción visual y sensorial que ejerce Flow. Suscribo lo que dijo Christian Blauvelt, de “Indiewire”: “Es raro sentir que estás viendo algo absolutamente nuevo”.
En su forma, es distinto porque combina estilos de animación digital: animación 3-D (usaron el programa “blender”); el “cel shading” o “sombreado plano”, que busca que los gráficos por computadora parezcan dibujados a mano, y una técnica que simula una pintura en movimiento.
La película es sin diálogos, pero sí con sonidos, los de la naturaleza y los de los animales que la protagonizan y que están reproducidos con una exactitud asombrosa, tanto como sus movimientos y “gestos”. Por ahí arrancan más de una sonrisa.
Y en su fondo, el guion organiza una historia hipnótica e inspiradora, que apela a la urgencia de entendimiento entre especies muy diferentes e incluso antagónicas. Lo interesante de esta historia es que, siguiendo la metáfora, esta unidad es posible imaginarla ante una catástrofe mayor, pero incluso en esas circunstancias, los comportamientos variarán entre un individuo y otro.
El escenario es un impreciso lugar de la Tierra, con abundante vegetación, bosques, ríos. Su protagonista es un gato que cuando comienza la película descansa en una cama en el altillo de una acogedora casa. No se divisan seres humanos en toda la película. Pronto los desbordes de ríos y un diluvio apocalíptico inunda incluso su refugio. Estampidas de animales advierten de lo que viene.
Finalmente, el gato se sube a un bote en el que también se unen un capibara, un perro labrador cachorro pero crecido (con comportamiento de cachorro), un lemur y un “pájaro secretario” (ave rapaz de África). Algún otro pasajero se sumará. Circulan sin rumbo por las aguas que crecen, mientras a lo lejos divisan torres. Al acercarse a lo que parecía ser una ciudad, por el lado de la embarcación ven saltar una inmensa y singular ballena.
El viaje a ninguna parte los sorprende con inesperados peligros. Hay breves momentos para conseguir comida. Todo se reduce a esperar que el diluvio termine, aunque la bajada de las aguas significarán más sorpresas y otras amenazas.
¡Un espectáculo visual y un relato bello!
Su director y coguionita, nacido en Letonia, ha filmado numerosos cortos animados. Flow es una extensión de cu cortometraje Aqua (2012).
Dato. Nominada al Oscar Mejor Película Internacional y Mejor largo de animación, donde la favorita es Robot Salvaje. Ganó el Globo de Oro (Mejor Película Animada) y en los Annie (premios de la Animación) ganó como Mejor Película Independiente y Mejor Guion.
Straume
Dirección: Gints Zilbalodis
Guion: Matiss Kaza, Gints Zilbalodis
Animación
Letonia, 2024
Duración: 83 min.
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