La Ley Ricarte Soto (LRS), N°20.850, promulgada en 2015, ha permitido beneficiar a 65.351 personas hasta 2024, con un presupuesto ejecutado de $184.527 millones, según Fonasa. Sin embargo, la publicación de un quinto decreto -correspondiente al del año 2022- sigue pendiente.
Aun cuando es de conocimiento público que no hay recursos disponibles para una expansión de coberturas, hoy parece más factible que nunca, luego de que el Ministerio de Salud (Minsal) anunciara el 16 de mayo pasado, mediante una Resolución Exenta N°570, el inicio de un nuevo proceso de evaluación científica para 39 tratamientos de alto costo. A ello se suma el reciente anuncio del Presidente de la República, en la cuenta pública, sobre el ingreso de una modificación a la ley, cuyo contenido aún se desconoce.
La publicación de la resolución ha generado entusiasmo entre pacientes, prestadores y proveedores. No obstante, surgen dudas respecto de la viabilidad del proceso. La resolución fundamenta su decisión en una presunta disponibilidad de recursos del Fondo de la Ley, sin precisar montos y, más preocupante aún, sin contar con información de sustentabilidad entregada por el Ministerio de Hacienda.
La ley y su reglamento son claros: el inicio de un nuevo ciclo de evaluación en el marco de la Ley (porque evaluar siempre es posible) requiere como condición básica la existencia de recursos disponibles, lo que debe ser certificado por el Ministerio de Hacienda.
La resolución en cuestión del Ministerio de Salud se apoya en argumentos genéricos para la selección de intervenciones -como que no se trata de terapias GES ni DAC, que provienen de recomendaciones clínicas (sin precisar el proceso ni los expertos involucrados en aquellas recomendaciones) o de solicitudes de pacientes registrados en el registro de la Ley- junto con otros antecedentes no verificables, como la existencia de espacio financiero para avanzar en esta evaluación.
Como justificación de la liberación de recursos, se presenta la inclusión de Nirsevimab en el Programa Nacional de Inmunizaciones, en reemplazo de Palivizumab, actualmente financiado por la Ley. Sin embargo, no se entrega ningún análisis financiero concreto, y menos aún por parte de la institución competente en la materia: el Ministerio de Hacienda, específicamente la Dirección de Presupuestos (Dipres).
La normativa es explícita. El artículo 6° del reglamento señala que “no podrán ser objeto de evaluación aquellos diagnósticos y tratamientos cuya proyección del gasto (…) supere el 110% del fondo disponible que fija el Ministerio de Hacienda”. A su vez, el artículo 20° exige considerar la disponibilidad real de recursos para evaluar el impacto presupuestario.
Por lo mismo, cabe preguntarse qué tipo de verificación realizó el Departamento ETESA/SBE del Minsal respecto de los requisitos establecidos en los artículos 6° y 9° del Decreto Supremo N°13 de 2017.
Los procedimientos definidos en la Ley y sus reglamentos no son antojadizos ni meros formalismos burocráticos. Todo lo contrario: el proceso está diseñado para cumplir con al menos tres objetivos fundamentales:
Ya en 2021, la Dirección de Presupuestos advirtió que no existía holgura presupuestaria para incorporar nuevos tratamientos. Incluso proyectó un déficit de $31.137 millones para el año 2027. A la fecha, no se ha presentado una actualización oficial de la situación financiera del Fondo.
La modificación del cuarto decreto, realizada en 2024, y el análisis de sustentabilidad que lo acompañó, se limitaron a evaluar tecnologías que, en hipótesis, no generarían gasto adicional. Sin embargo, no se revisó la base total de cálculo del Fondo, como cabría esperar para la dictación de un nuevo decreto.
Por tanto, salvo que existan ahorros de al menos $31.000 millones -algo improbable, considerando el aumento sostenido de la demanda y la ausencia de rebajas de precios-, el entusiasmo actual parece infundado. A ello se suma que en 2023 se destinaron $8.400 millones a Palivizumab, según datos de Cenabast, monto que difícilmente compensa el déficit proyectado.
Resulta preocupante que la autoridad sanitaria ignore normas legales diseñadas precisamente para resguardar la sustentabilidad y credibilidad de la política pública. Más grave es que todavía no exista ninguna advertencia formal sobre este proceder. ¿Se trata de oportunismo, desconocimiento o simplemente de un error de gestión?
Este tipo de decisiones dañan la fe pública, debilita la institucionalidad y -al menos en mi caso- decepciona profundamente a quienes hemos trabajado con convicción desde el diseño e implementación de la Ley, creyendo que una política seria en salud debe construirse con evidencia, responsabilidad y compromiso interinstitucional.
Las promesas que está impulsando el Ministerio de Salud generan ilusión en los pacientes y proyectan una capacidad técnica de evaluación inédita -tanto en el Minsal como en la Dipres-, si es que realmente existe la intención de tener resultados dentro del año.
Pero cabe preguntarse si son viables y sostenibles: presionan el gasto público, evidencian una débil comprensión de lo que implica una política basada en un Fondo, reducen la capacidad de acción del Ministerio de Hacienda y su trabajo con la convergencia fiscal, y, si el proceso no se concreta antes de marzo de 2026, el costo político y financiero quedará como herencia para el próximo gobierno.
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Estar incómodos, implica reconocer que, aunque hemos avanzado, aún queda mucho por hacer. Es sacarnos la venda de los ojos y entender que el “verdadero progreso” no se mide solo en cifras, sino en la capacidad de construir una sociedad más justa, donde todos tengan la posibilidad de vivir con dignidad.