Chile vs Argentina: ¿Quién liderará la próxima revolución minera en Sudamérica? Por María Cristina Betancour

Economista especialista en minería

Chile debe fortalecer sus instituciones, trabajar por recuperar la confianza y crear un entorno que combine estabilidad regulatoria, sostenibilidad y una visión compartida de desarrollo. Ello no solo garantizará la atracción de capitales extranjeros, sino que también fomentará la inversión nacional, contribuyendo a un crecimiento inclusivo, sostenible y competitivo en el escenario global.


Hace pocos días, Lundin Mining y BHP anunciaron la finalización del proceso de compra de Filo Corp, empresa que posee el proyecto de cobre Filo del Sol (FDS). Concurrentemente, crearon la empresa conjunta Vicuña Corp para operar FDS y Josemaría, dos proyectos ubicados en la frontera entre Argentina y Chile, en la región de Atacama y la provincia de San Juan. Aunque este distrito ha sido poco explorado, el proyecto tiene el potencial de convertirse en una de las diez operaciones mineras más grandes del mundo.

Se espera que esta nueva empresa sea un importante contribuyente para Argentina durante las próximas décadas, ya que el proyecto FDS se desarrolla bajo el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) recientemente implementado por el gobierno de ese país. Este régimen ofrece beneficios arancelarios, fiscales y cambiarios a proyectos con inversiones superiores a US$ 200 millones en sectores estratégicos como la minería, las energías renovables y el gas. Contempla invariabilidad tributaria por 30 años, con el objetivo de proporcionar previsibilidad, seguridad jurídica y reglas claras para proyectos con potencial exportador, fomentando así el empleo y el crecimiento económico del país.

A pesar de que la minería argentina aún está poco desarrollada —sus exportaciones alcanzan los US$ 4 mil millones, en comparación con los US$ 57 mil millones de Chile—, el país ha mostrado interés en impulsar este sector. Ahora, con el RIGI, busca atraer grandes inversiones. Incluso, durante el anuncio de la compra de FDS, el vocero del gobierno argentino afirmó que el país podría convertirse en un serio competidor para las industrias mineras chilena y australiana.

Si bien falta bastante para que Argentina pueda consolidarse como una verdadera competencia para Chile, debido a la cantidad de años que se requieren para el desarrollo de proyectos mineros, que puede superar los diez años solo para comenzar la producción, lo relevante de esta noticia no es la competencia inmediata. Lo verdaderamente relevante es la visión de largo plazo del gobierno argentino al crear el RIGI, reconociendo el papel crucial de la inversión extranjera en el desarrollo económico del país.

En contraste, el año 2015 Chile derogó el DL 600, uno de los pilares del desarrollo minero, que permitió aumentar la producción de cobre de 1,6 millones de toneladas el año 1990 a 5,8 millones el 2018 (5,3 millones en la actualidad). Si bien el DL 600 fue clave al ofrecer estabilidad regulatoria y fiscal, además de igualdad de trato entre chilenos y extranjeros, su derogación pudo haberse justificado debido al desarrollo y estabilidad institucional que en ese entonces se percibía en Chile. Sin embargo, junto a su eliminación correspondía dar un paso más allá, la implementación de un marco estratégico que combinara instrumentos para atraer inversiones, con la estabilidad institucional como eje principal.

Las inversiones requieren mucho más que incentivos tributarios; demandan una visión de largo plazo del país sobre su desarrollo y el rol de la inversión extranjera en él, de manera de garantizar estabilidad a los inversionistas. Esto es especialmente crítico en minería, un sector caracterizado por sus altos capitales y horizontes de largo plazo.

La inversión extranjera no solo impulsa la productividad y la innovación, sino que también fomenta el crecimiento económico sostenible, la creación de empleos de calidad y el desarrollo de capacidades locales, incluyendo avances en investigación, innovación y tecnologías. Para atraer inversiones de calidad, no solo extranjeras, sino también nacionales, Chile necesita contar con una visión estratégica de largo plazo compartida entre los distintos actores del país, que proporcione seguridad y previsibilidad a los inversionistas durante décadas. Y ello debería combinarse con aspectos básicos para el desarrollo tales como los macroeconómicos, medioambientales, sociales y de desarrollo productivo, todo ello en un ambiente de confianza.

En contraste, lo que actualmente se observa en Chile es que la permisología impone cada vez más trabas al desarrollo de proyectos. Un caso emblemático es el proyecto minero Dominga, que lleva trece años de tramitación para actualmente estar en fojas cero. A esto se suma la creciente judicialización de los proyectos. También es emblemática la declaración del Director de Campañas de Greenpeace en Chile garantizando que puede agregar más de mil días a cualquier proyecto que no cumpla con estándares ambientales mínimos.

Como consecuencia, un inversionista debe ser muy resiliente para insistir en invertir en Chile. Cabe recordar que los capitales nacionales se han ido, sin mayor interés en volver, a pesar de los incentivos puestos por este gobierno. Peor aún considerando que Chile era uno de los pocos países de Latinoamérica, si no el único, en que los connacionales preferían tener sus capitales en él, en lugar de invertir en el exterior. Ello cambió a partir del estallido social de octubre del 2019, lo que refleja distintos problemas, pero, por sobre todo, un desafío de confianza.

Los elementos descritos ofrecen lecciones valiosas. Si bien el DL600 cumplió su propósito en un momento histórico particular, su derogación exige replantear la estrategia para competir en un mundo donde los inversores buscan no solo estabilidad, sino también sostenibilidad. Argentina está haciendo bien su tarea, al menos en términos de atraer capitales.

Chile debe fortalecer sus instituciones, trabajar por recuperar la confianza y crear un entorno que combine estabilidad regulatoria, sostenibilidad y una visión compartida de desarrollo. Ello no solo garantizará la atracción de capitales extranjeros, sino que también fomentará la inversión nacional, contribuyendo a un crecimiento inclusivo, sostenible y competitivo en el escenario global.

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