No hay tema del cual se haya conversado y discutido más en las últimas semanas en Chile. Caben por supuesto muy distintas miradas sobre la conducta del ex subsecretario del Interior. Es difícil, sin embargo, más allá de la política, de la ley o de la transparencia gubernamental, que son factores que desde luego deben de entrar a la ecuación, no ver en su comportamiento el despliegue de una enorme obsesión. Una obsesión erótica, de partida. Pero también mucho más que eso. Porque esta no fue una mera calentura.
Esta es la historia resueltamente mórbida de un sujeto que intenta capturar, por las buenas, a través de la seducción y los sentimientos, y por las malas, a través de las presiones y tentaciones del poder, los afectos de una joven que ha confiscado su cabeza, su corazón y también su temperatura, por así decirlo. La quiere a su lado. La quiere con él al desayuno, al almuerzo y a la comida. La quiere cerca, en el mismo hotel. La quiere todo el día. La quiere en Santiago y también cuando viaje a regiones.
Esa compulsión tiene algo, solo un poco, de El coleccionista, la novela de John Fowles, de los años 60, la historia del joven burócrata que colecciona mariposas y que, cuando la suerte le sonríe, secuestra a una chica preciosa y distinguida, estudiante de arte. Lo hace con la intención de hacerla suya a través de la persuasión, no de la fuerza, durante el cautiverio. William Wyler llevó la historia al cine, con Terence Stamp y Samantha Eggar.
El sujeto en este caso tenía claramente rasgos psicopáticos, pero eso no obsta a que en su averiado tinglado afectivo operaran placas de genuinos sentimientos amorosos. Por lo demás, nadie puede trazar con absoluta claridad los límites entre lo que es sano y lo que es psicopático. ¿No creían los antiguos que el amor era una especie de enfermedad? ¿No es acaso el amor la más exaltada de las formas del desasosiego y la más curiosa de las cegueras?
Según Platón, para Sócrates Eros no es un dios y mucho menos un ser humano. Es en realidad un demonio, un espíritu caprichoso que vive entre los dioses y los mortales y cuyos dictados -los del deseo, los del placer, los de la felicidad- pueden llevarnos a traspasar nuestros propios límites.
Hablar de todo esto puede quedarle grande, es cierto, a una historia tan sórdida y ordinaria, tan miserable y vergonzosa, como la que ha estado estas semanas en el centro de la noticia. Lo que dejan ver las cámaras de ese domingo en la noche es patético. Qué duda cabe que en esa ronda nocturna, mucho más que demonios, hubo alcohol, infamia y disociación. En algún momento todo se vuelve confuso. Hay una aparente pérdida de sentido. Conciencias naufragadas. De romántico aquí hay nada. Cero, tal como en algunos relatos de Bukovski, donde la desesperación se junta con la inmundicia.
No obstante eso, hay que tener en cuenta algunas cosas. Tanto en el imaginario del amor trágico, del amor roto o despedazado, como en los cuentos de seductores que terminan trasquilados o delinquiendo, el factor obsesivo suele ser central. Sin obsesión estas las historias sencillamente no caminarían y entonces estaríamos hablando de otros temas. Sin obsesión se perderían en el mar de las seducciones fracasadas. Me gustaba, traté, pero no resultó.
Lo que sitúa la historia del subsecretario en otra circunvalación es, por un lado, la laboriosa carga obsesiva que tiene, un poco demencial, y por el otro la prepotencia del poder. Esto es lo que hace toda la diferencia. Tiene chipe libre. Es el segundo o el tercer sujeto más poderoso del país. Se siente invulnerable y durante largo tiempo efectivamente lo ha sido. Por eso hace lo que hace. La lleva a trabajar a su repartición. Ahí, al parecer la redescubre, puesto que debió haberla conocido antes, más niña, y a partir de ahí todo se descompensa. Tú me haces falta, tú me motivas, le dice.
La sube de puesto y la pone a trabajar con él. La convoca a una cena que no es de trabajo ni tampoco de amantes furtivos, pero que él ha preparado con cierto detalle. Era el momento para que esta supuesta relación dejara de ser un deseo largamente postergado u otra historia más de amor no correspondido, como seguramente hay muchas en todas las oficinas de Chile y del mundo. Era el momento en que las cosas tendrían que definirse.
Y tendrían que hacerlo a partir de un dato que no es menor: la convicción suya de tener un poder irrestricto. En realidad, no estaba equivocado. Era muy poderoso, aparte de tener buena imagen en las encuestas. Esa mezcla le fue letal y le amputó el sentido de la realidad. A tal punto que nunca se le pasó por la cabeza lo que ese maldito encuentro fuera de oficina terminaría siendo: un completo desastre y un viaje sin vuelta a la transgresión delictual.
El deseo embriaga y enceguece. Pero el poder hiere y hasta puede matar.
Si de lo que nos hemos enterado en las últimas semanas no da para configurar una historia de amor no correspondido, por fuerte que sea la carga maniaca de la conducta del inculpado, es por el escándalo que introducen los pormenores de la erótica del poder y por el lamentable testimonio que entrega quien estaba llamado a ser el garante de la seguridad y del apego a la ley.
Gran diferencia, por cierto. Un amor no correspondido, como lo saben los lectores de El gran Gatsby, de Fitzgerald, de Noches blancas, la novela corta de Dostoievki, o de Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa, puede terminar mal o en tragedia. En este caso, el desenlace, al menos hasta aquí, solo califica para asombro, cárcel y una larga comedia de equivocaciones y enredos.
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