Aunque la historia oficial diga que el gran poeta de España del siglo XX fue Antonio Machado, el insigne autor de Campos de Castilla y de Juan de Mairena, el hombre que siente estuvo en el bando republicano de la guerra civil española, lo cierto es que su hermano Manuel, un año mayor, identificado con el franquismo, también fue un grande. Fue Manuel quien se deslumbró con la poesía francesa, especialmente con Verlaine, quien estableció contacto con Rubén Darío en París y quien, aparte de vincularlo con su hermano, introdujo aires renovadores a la poesía española.
Es más, se cuenta que preguntado en una ocasión por la poesía de Antonio Machado, Borges le respondió al periodista: “¿Antonio? Ah, no sé, no sabía que Manuel tenía un hermano”.
La leyenda dice que cuando Franco se sublevó el 18 de julio del 36, todos los hermanos Machado estaban en Madrid, menos Manuel que ese día había viajado a Burgos con su mujer a una celebración familiar. Como Burgos cayó de inmediato en manos de los rebeldes, Manuel tuvo que quedarse en esa ciudad. Aunque inicialmente lo pasó mal, porque los nacionalistas lo detuvieron por antiguas cuentas, a los pocos días lo liberaron y muy pronto comenzó a trabajar en un diario local. De ahí no pasó mucho tiempo, poco más de un año, para que se convirtiera en uno de los baluartes culturales del franquismo.
Sin embargo, tal como su hermano, lo cierto es que nunca fue demasiado político. Antes de la guerra había pertenecido a un círculo de amigos de la Unión Soviética. También había escrito la letra del himno de la República. Dicen, incluso, que antes de la contienda, junto con su hermano Antonio, había merecido palabras de admiración del propio José Antonio Primo de Rivera. Las cosas, entonces, nunca fueron tan en blanco y negro como las pintó el siglo XX.
De hecho, por estos días está teniendo lugar una exposición en Sevilla, Los Machado, Retrato de Familia, que demuele el mito de los dos hermanos como símbolos de las dos Españas enfrentadas. El comisario de la muestra -descrita como enorme, reveladora y fascinante- es nada menos que Alfonso Guerra, el ex vicepresidente del gobierno español, figura histórica del PSOE de los tiempos de Felipe González. Guerra dice que esta no es la exposición de un poeta mayor y uno menor. Para él, es la exposición de dos grandes.
Es la exposición que los presenta como vástagos de una familia excepcional. El padre fue un gran folclorista. El abuelo, rector de la universidad de Sevilla, zoólogo, botánico, médico y el primer darwinista de España. Guerra dice además que nunca hubo ruptura entre los hermanos y que lo que más les dolía a uno y a otro es que no pudieran estar juntos.
Mientras Antonio era un hombre introvertido, inspirado, hogareño y casi siempre melancólico, Manuel era más extrovertido. Tenía facetas de mujeriego, de hedonista y de borrachín. Puede haber sido, sin embargo, tanto o más atormentado que Antonio, seguramente por su sensibilidad católica.
Según Alfonso Guerra, cuando Antonio Machado hablaba de las dos España no se refería a la izquierda y la derecha. “Él habla -explica- de dos espíritus que conviven: el de las «nobles calaveras católicas», el de la permanente exaltación del imperio, del pasado; y, por contra, el de la España joven, «la España de la rabia y de la idea», «la del trabajo y la cultura»”. Antonio Machado, según Guerra, nunca hizo ese salto de interpretación que luego hicieron los políticos. “Lo suyo -dice- fue siempre más tenue, matizado, suave, sutil”.
El desenlace de uno y otro hermano ciertamente fue muy distinto. Antonio murió en precarias y casi miserables condiciones físicas, económicas y emocionales a los 63 años, en un pueblito fronterizo de Francia, poco después de haber abandonado suelo español con destino al exilio. Manuel, en cambio, autor de Alma y Cante hondo, miembro de la Real Academia de la Lengua desde 1938 y director durante largos años de un museo madrileño, murió a los 72, en 1947, y tuvo un funeral de Estado.
Michael Ignatieff, historiador y ensayista canadiense, autor de una magnífica biografía de Isaiah Berlin, galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, habla en una entrevista reciente del diario El Mundo sobre las modas intelectuales que dominan en las universidades:
“Yo soy ya un señor viejo. Me acuerdo de Harvard, en 1969. Todo el mundo era marxista y leía los Manuscritos de Marx. Yo también, me alegro de haberlo hecho. Luego la gente se hizo post marxista. Después llegaron Derrida, el estructuralismo, el post estructuralismo… La vida académica tiende a parecerse a la industria de la moda. A veces la falda se lleva por la rodilla, a veces por encima, a veces por los tobillos… El problema es que las modas no son inocentes, también son una forma de poder. Los mismos autores que peleaban por ser los más estructuralistas se pelearon después por ser los que más despreciaban a los estructuralistas. Las modas se convierten en relaciones coercitivas, luchas por la supremacía. Ahora estamos en la era de los estudios post coloniales y la competición es por ver quién condena con más énfasis a los imperios y la discriminación sexual y racial. Mi esperanza es que la moda y la ideología siempre tienden a chocar contra la evidencia. Siempre son el rigor científico y la actitud crítica honesta las que nos curan de esta enfermedad”.
Al margen de la confianza de Ignatieff en la realidad y el sentido común, ¿cuál va a ser la moda en las universidades de aquí a tres años?
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Mariana Cajellas, Madame Disociación. Por Héctor Soto.https://t.co/aoXdSjA6O6
— Ex-Ante (@exantecl) October 11, 2024
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