Dicen que el PC chileno no compite contra los demás partidos del espectro político local, sino contra los otros partidos comunistas del mundo. En esa métrica, nuestro PC es un caso de éxito. Forma parte del gobierno, tiene ministerios, bancada parlamentaria, etcétera. Si la Iglesia Católica chilena hiciera lo mismo, en cambio, saldría para atrás. La bancarrota reputacional que ha experimentado en las ultimas décadas tiene poco parangón en el planeta.
Los números no mienten. Si combinamos los resultados de las encuestas CEP, Bicentenario UC y Latinobarómetro, los chilenos que se declaran católicos han descendido de aproximadamente tres cuartos de la población a finales de los noventa, a menos de la mitad de la población en los últimos años. En el mismo lapso, los no-creyentes (incluyendo ateos y agnósticos) han aumentado desde un simple dígito a un tercio de los chilenos. Los evangélicos, contra la intuición general, se han mantenido estables en las últimas tres décadas.
Aunque el declive se pronuncia desde el año 2010 con el caso Karadima y los escándalos de abuso sexual de la curia, la curva viene descendiendo desde antes.
Chile no es el único país donde se destaparon abusos de esta índole. Casos similares se reportaron en Alemania, Irlanda y Estados Unidos, por citar algunos. Sin embargo, en ninguno de estos países, la Iglesia se vio tan golpeada como en Chile.
Según la conocida medición global que lleva a cabo Ronald Inglehart, Chile es el país donde más ha retrocedido la religiosidad en todo el planeta en los últimos veinte años. Leyó bien: en todo el planeta.
El llamativo descenso del catolicismo entre los chilenos ha ido acompañado de una dramática pérdida de influencia de las autoridades religiosas en el debate público.
En treinta años, la posición de la Iglesia Católica nacional ha sido derrotada en todas las batallas legislativas donde ha intervenido: la abolición del delito de sodomía (1999), la igualación del estatus legal de hijos nacido dentro y fuera del matrimonio (1999), la legalización del divorcio (2004), la introducción de la “píldora del día después” (2010), la ley anti-discriminación (2012), la regulación de las uniones civiles del mismo sexo (2015), la des-criminalización del aborto en tres causales (2017), la ley de identidad de género (2018), y el establecimiento del matrimonio igualitario (2021).
El capital político que la Iglesia Católica adquirió en la dictadura por su notable defensa de los DDHH, lo utilizó para frenar un “destape” en los primeros años democráticos. Impidió la venida de Iron Maiden, consiguió censurar La Última Tentación de Cristo, y bloqueó la transmisión de los spots de prevención del SIDA. Esa cuenta corriente, sin embargo, se agotó.
No hay ejemplo más palmario que su total irrelevancia en los días del estallido social. En otra época, no había conflicto social que no tuviera un cura sentado en la mesa contribuyendo a su resolución. Acá, por el contrario, los templos fueron vandalizados, saqueados, quemados y profanados. Para qué hablar de la pandemia: a diferencia de lo que ocurrió en otras latitudes, donde la autoridad religiosa sacó la voz para reivindicar el derecho a la espiritualidad comunitaria, en Chile no se escuchó casi nada.
Esa es la magnitud de la tarea que tiene por delante el —relativamente nuevo— arzobispo de Santiago, Fernando Chomali: volver a convertir a la Iglesia Católica en un actor relevante en el debate político y cultural chileno. Por eso es curioso que haya escogido, como parte de esa estrategia, cuestionar la canción que representará a Chile en el próximo Festival de Viña.
Como le representó Carlos Peña —Monseñor contra Monseñor—, la Iglesia gana poco si aparece rezongona y condenadora frente a una humilde expresión artística, sobre todo ante una opinión pública que, a estas alturas, considera peor ser homofóbico que homosexual. Peor aun, habrá demostrado fehacientemente que ya no tiene el músculo político de antaño. Fue más influyente Alberto Mayol en el caso Peso Pluma.
La evidencia señala que la población chilena se alinea más con las posiciones socioeconómicas que morales de la Iglesia Católica, como aquella vez que Alejandro Goic propuso un “salario ético” y capturó la atención de todo el ecosistema político. Podría haber hecho algo similar en la reciente discusión previsional, especialmente cuando los sectores más conservadores que dicen representar los valores cristianos fueron los menos disponibles a legislar con una lógica solidaria.
Podría tratar de reconstruir su ascendencia recordándole a los católicos que en política no hay valentía en tirar la primera piedra, no hay caridad en tomar la peor versión del prójimo, ni hay grandeza en el ojo por ojo. Con eso podría contribuir a generar un clima de más confianza y menos sospecha, más entendimiento y menos polarización afectiva. Eso vale más que mil blasfemias silenciadas. Esa sí es una misión donde la vale la pena jugarse lo que queda de su capital.
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