En Chile nos gusta pensar que somos un país resiliente. Sólo en este cuarto de siglo hemos sido capaces de enfrentar la crisis económica de 2009, el terremoto el 2010, un estallido social en 2019 y una pandemia el 2020 y 2021, lo que parece confirmar esta idea. Pero, así como el apagón de esta semana dejó en entredicho la resiliencia de nuestro sistema eléctrico a fallas internas, las últimas cifras fiscales nos muestran un país que tampoco parece preparado para enfrentar turbulencias en el futuro.
La RAE define “resiliencia” como la capacidad de adaptación frente a un agente perturbador o un estado o situación adversas. En ese sentido, la resiliencia frente a una crisis no es simplemente una actitud pasiva, algo así como “keep calm and carry on” (que, dicho sea de paso, nunca se usó en la guerra). Al contrario, es proactividad a la hora de enfrentar las situaciones adversas cuando estas se presentan y para ello hay que generar esas capacidades con anticipación (Kayyem 2022).
En el caso chileno, nuestra resiliencia fiscal fue producto de esos “treinta años” que, con todas sus dificultades, perfeccionaron un sistema de administración financiera del Estado responsable, promoviendo el buen uso de los recursos públicos y generando ahorros para utilizarlos en tiempos de necesidad.
Así, para el año 2008, los ahorros del Estado de Chile superaban el 15% del PIB y la deuda pública era menor al 5% del PIB. Por eso en el terremoto y durante la pandemia se movilizaron grandes recursos para ir en apoyo de las familias y empresas afectadas.
Hoy el escenario es muy distinto. Después de años de déficit fiscales, y una vez superadas las diversas crisis, era fundamental mantener las cuentas ordenadas. Teníamos la oportunidad de ahorrar también los ingresos extraordinarios para el Estado producto del alto precio del litio. Pero eso no ocurrió. El Estado siguió gastando mucho más de lo que sus ingresos permitían, sin motivos que lo justificaran. Un desvío de magnitud extraordinaria, en palabras del CFA.
Y esas cuentas se están pagando con los escuetos ahorros que van quedando para casos de emergencia. Para hacerse una idea, según cifras del Ministerio de Hacienda, los traspasos extraordinarios de CORFO al Fisco en 2023 fueron mayores a todo el daño económico de los incendios forestales y los temporales del mismo año, y mayores también a las pérdidas por los últimos incendios en Valparaíso. O, lo que es peor, se traspasaron más recursos ese año que lo que le costó al fisco enfrentar el primer año de emergencia luego del terremoto 2010.
Es decir, con los recursos que tuvieron que sacarle a CORFO para cuadrar la caja, podríamos habernos preparado para cualquiera de estos desastres naturales. Pero por errores y omisiones en el manejo del presupuesto, en vez de prevenir, los gastamos en la operación diaria del aparato estatal.
De esta manera, en los últimos 15 años los ahorros fiscales se redujeron de 15 a un 5% del PIB, mientras que la deuda se empinó peligrosamente desde un 5 a un 42% del PIB. Y no se espera que estos números mejoren en el corto plazo, porque incluso las proyecciones más optimistas de Hacienda muestran un déficit efectivo y estructural hasta el 2028.
Frente a este escenario, sería bueno perder un poco la calma antes de seguir. No sirve quedarnos con la imagen de país resiliente que construimos en el pasado, sino que debemos tomar medidas urgentes para serlo realmente. Un ajuste fiscal para cumplir con los compromisos fiscales es un primer paso indispensable, pero insuficiente. Necesitamos también empezar a reconstruir los ahorros. No vaya a ser que por la falta de preparación no nos alcance para pagar la cuenta de la próxima emergencia.
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Los dueños y directores de empresas requieren viajar. Por Luis Hernán Paúl. https://t.co/yyxsBiiVVi
— Ex-Ante (@exantecl) February 27, 2025
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