Encuesta a la lectoría:
Muchos parlamentarios han votado a favor de retirar fondos previsionales, incluso tras admitir que se trata de una pésima política pública, porque …
Tal es el desprestigio de los políticos—y en especial de quienes ejercen la labor legislativa—que la inmensa mayoría de los lectores probablemente se incline por la primera alternativa. Pero la correcta es la segunda. No hay que ser economista ortodoxo para entender que los seres humanos respondemos a los incentivos, y los parlamentarios distan mucho de ser la excepción a la regla.
¿Retirar plata de las AFPs es malo para el bolsillo de los ahorrantes, para la viabilidad de cualquier reforma previsional y para el futuro de la economía? Puede ser ¿El loable fin de auxiliar a las familias durante la pandemia se podría alcanzar a mucho menor costo si el gobierno efectúa las transferencias y se endeuda para pagar la cuenta? Claro que sí. Pero todo eso me importa un soberano pepino, razona la diputada o el diputado. Lo único relevante es que me traten bien las redes sociales y que me pongan en los diarios y en la tele, con tal de alcanzar la reelección en unos meses más.
El divorcio entre los intereses individuales y el interés general es la piedra angular de un sistema político que funcional mal. Pero no es el único problema. Otro es la ausencia de incentivos para que gobierno y oposición colaboren. La oposición de entonces —incluyendo a la DC y quienes hoy gobiernan— votó a favor de los retiros para “propinarle una derrota política” a Sebastián Piñera ¿Qué pasa hoy, una vez que el Frente Amplio, al llegar al poder, ha descubierto repentinamente que gastarse los ahorros previsionales es una pésima idea? Quienes no están en el gobierno —incluyendo a buena parte de la DC y muchos de los que apoyaban a la administración anterior—, a sabiendas del desatino que cometen, votan a favor de los retiros para “enviarle una señal política” al gobierno de Gabriel Boric. Los actores se invierten, pero el mismo guion y su lógica nociva continúan.
Tomar decisiones impopulares siempre es difícil en política. Por eso, las democracias que funcionan bien construyen colectivos fuertes que permiten apechugar en grupo. Esos colectivos son los vilipendiados partidos políticos. El tercer indicio de que una democracia anda mal es la debilidad de los partidos.
En Perú y Brasil no cortan ni pinchan, en Alemania, Australia o Suecia son absolutamente clave. Y en Chile, ¿qué ha pasado con los partidos y los retiros? Durante el gobierno anterior la UDI -en teoría- estaba en contra de esa política, pero eso no impidió que muchos parlamentarios gremialistas le pegaran un cuchillazo a su propio gobierno y votaran a favor. Hoy los partidos de gobierno de nuevo están en contra, pero durante el trámite del quinto retiro diez de los partidos o agrupaciones oficialistas registraron votos a favor. Incluso en el Partido Comunista, otrora dechado de disciplina estalinista, dos votos fueron en contra de la postura oficial.
En resumen: nuestro actual sistema político funciona muy mal. La gran pregunta, entonces, es si la nueva constitución nos deparará un sistema político que funcione mejor, donde alguna vez se tome en cuenta el bien común, los distintos actores tengan razones para colaborar, y los partidos políticos cuenten con la fuerza para hacer su pega.
Esta pregunta debería preocupar especialmente a las izquierdas, proclives a enfatizar la importancia de los proyectos colectivos en la vida política. Debería preocupar también a quienes piensan que la constitución es por sobre todo un medio para garantizar derechos sociales, porque sin un sistema político que funcione, donde las leyes se puedan diseñar bien y financiar sustentablemente, esos derechos sociales serán letra muerta. Y tiene que inquietar a los que temen que la nueva constitución contendrá muchos disparates, porque esos disparates se pueden corregir (la constitución colombiana, también escrita por una convención, se ha modificado 45 veces desde que entró en vigor en 1991) si y solo si el sistema político opera razonablemente bien.
La increíble y triste respuesta, con su tufillo insoslayable a oportunidad perdida, es que la nueva constitución no procreará un sistema político que funcione bien. Al revés: de ponerse en vigencia, acaso funcionaría aún peor que el vigente hoy.
El viernes 6 de mayo se terminó de votar en el pleno de la convención el conjunto de normas que dará origen al sistema político, o “sala de máquinas” de la constitución, según la metáfora de moda. El sistema que empieza a tomar forma contempla avances importantes, como consagrar la paridad de género en el centro del quehacer político. En la votación se evitaron algunos de los errores más extremos que acechaban el proceso.
Por ejemplo, el pleno rechazó la norma que equiparaba a los independientes y los movimientos sociales con los partidos políticos; se aumentaron las materias sobre las cuales la Cámara de las Regiones, que vendría a reemplazar al Senado, se podrá pronunciar; y se eliminó la posibilidad de que, en caso de desacuerdo, el Congreso impusiera su voluntad sobre la de la Cámara de las Regiones si votaban por la insistencia 4/7 de los diputados y diputadas en ejercicio.
A pesar de esos avances, cuesta mucho quedar satisfecho con el resultado global. Lo que se perfila es un sistema político de difícil gobernabilidad, proclive a la fragmentación, y que deja muchas puertas abiertas tanto al populismo cortoplacista como al autoritarismo iliberal.
El primer error es de omisión más que comisión: el texto no dice casi nada sobre el sistema electoral. Como expliqué en detalle en una columna anterior, esto es equivalente a escribir el reglamento del fútbol sin especificar cuántos jugadores integran cada equipo, qué constituye un gol, y qué forma debe tener la pelota. Peor aún: la única mención en el texto al sistema electoral consigna que debe ceñirse a criterios de proporcionalidad, en circunstancias que la evidencia comparada sugiere que los sistemas proporcionales funcionan bien en regímenes parlamentarios, y no en regímenes presidenciales –aunque sea atenuado– como el que se está construyendo.
El sistema electoral es clave también para fortalecer a los partidos, que suelen ser influyentes y cohesionados en aquellos países en que a los parlamentarios se les elige en listas cerradas, con el orden de prelación al interior de cada lista fijado por la directiva partidaria, no por los votantes. Esto las redes sociales lo considerarían un sacrilegio, y por lo tanto las indicaciones que proponían listas cerradas fueron —previsiblemente— derrotadas. También se rechazó la idea de que el parlamento fuese elegido durante la segunda vuelta presidencial, lo que habría ayudado a construir mayorías que apoyen al gobierno recién elegido.
El resultado es que este texto constitucional, de entrar en vigencia, produciría un parlamento altamente fragmentado (hoy son más de 20 los grupos allí representados, y ese número solo puede ir al alza), partidos políticos débiles, y perpetuaría el problema que ha afectado a la democracia chilena desde los años 50: gobiernos incapaces de construir mayorías y, por lo tanto, incapaces de llevar a la práctica el programa por el que fueron elegidos. Es la fórmula perfecta para generar frustración entre los votantes y desprestigiar a la democracia.
Tampoco habría razones para que Ejecutivo y Legislativo colaboren, y no solo porque lo más probable es que estén bajo el control de coaliciones políticas diferentes. El gobierno puede vetar solo la totalidad de un proyecto de ley aprobado por el parlamento, en vez de poder vetar partes, lo que incentivaría la negociación.
La nueva fórmula de leyes de concurrencia presidencial, en que el parlamento puede iniciar proyectos en materias que hoy son de iniciativa exclusiva del Ejecutivo, pero éste a su vez puede tratar de abortarlas al negarles el patrocinio, parece una fórmula ideal para estimular el tironeo permanente entre gobierno y congreso. Bastará con que surja una idea mala pero atractiva (como los retiros) para que un grupo de parlamentarios presente un proyecto de ley al respecto, junte apoyos y presione al gobierno para hacerlo suyo. Si este cede, estaremos ante un parlamentarismo de facto como el que ha estado gestándose últimamente. Si el gobierno no cede, los parlamentarios lo tildarán de “soberbio” e “insensible” y seguirán con la presión, ya sea en el mismo proyecto u otro igualmente vistoso.
De aplicarse el texto propuesto, los conflictos también resultarían comunes entre el nuevo Congreso de los Diputados y las Diputadas y la Cámara de las Regiones —entre muchas razones, porque los criterios para que una materia pueda ser de competencia regional no son especialmente claros—. Ahora, como el Congreso sería mucho más poderoso que la Cámara, lo más probable es que ganase buena parte de los conflictos, con la consiguiente frustración de las regiones, a las que la nueva Cámara —se supone— debe representar. Y la atomización política y administrativa que el texto consagra no solo debilitaría al Estado, como argumenté hace unos meses en otra columna, sino que probablemente fracasaría en la tarea de darle más poder efectivo a las regiones.
En un contexto de fragmentación política, debilidad partidista y reiterado conflicto institucional ¿que pasaría con el bien común y la mirada de largo plazo? Lo mismo que ocurre hoy: quedarían relegados a un segundo o tercer plano, subordinados a los intereses inmediatos de parlamentarios y actores políticos varios.
Son muchos los riesgos adicionales que el texto implica, pero destaco solo uno más. Como casi todos los quórums supra-mayoritarios han sido eliminados, el esqueleto del sistema político (por ejemplo, las normas que regulan la elección del parlamento) quedaría sujeto a la regla del 50 por ciento. Si ocurriera —por improbable que sea— que un grupo cuenta con mayoría simple, entonces podría rehacer las reglas a su antojo y conveniencia, transformando esa mayoría transitoria en una permanente, y asumiendo poderes cada día más amplios.
Es lo que han hecho Chávez en Venezuela, Orbán en Hungría y Modi en la India. Podría ocurrir también en Chile, y en ese caso ya no tendríamos que preocuparnos por tener una democracia que no funciona, sino por carecer de algo que podamos llamar democracia.
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