La mayoría que toma las decisiones en la Convención Constituyente piensa que está construyendo un Estado más robusto, en contraste con el débil Estado “neoliberal” que la nueva Constitución reemplazará. También cree que el futuro Estado será progresista –es decir, más proclive a garantizar derechos sociales–. Pero las instituciones fragmentadas que la Convención hasta el momento ha diseñado, con facultades superpuestas y poco claras, sugieren todo lo contrario: Chile tendrá un Estado más débil y más vulnerable a la captura conservadora. De seguir así las cosas, a esos convencionales les saldrá el tiro por la culata.
Un mayor grado de descentralización política parece tan deseable como inevitable. Es bueno que ciertas decisiones que afectan la vida diaria de los habitantes de Antofagasta o Aysén las tomen los habitantes de esas regiones. Pero no nos engañemos: un Estado fragmentado puede terminar siendo mucho más endeble.
Cuando el Congreso adopta una norma laboral o medioambiental, por ejemplo, y el Presidente la promulga, hoy esa norma se aplica inmediatamente en cada rincón de Chile. Al parecer, bajo la nueva Constitución no ocurrirá así. Párrafos ya aprobados establecen que Chile será “un Estado Regional, plurinacional e intercultural” conformado por “regiones autónomas, comunas autónomas, autonomías territoriales indígenas y territorios especiales” que contarán con “personalidad jurídica, estatuto y patrimonio propio” y estarán “dotadas de autonomía política, administrativa y financiera…”
Nadie tiene muy claro (ni probablemente lo tendremos por un buen tiempo) exactamente qué competencias tendrá cada uno de esos estamentos, pero varias cosas parecen probables. La primera es que las normas que emerjan, y el cumplimiento de ellas, será muy dispar entre los distintos niveles de gobierno. La Constitución garantizará el derecho a la salud, pero el ejercicio efectivo de ese derecho dependerá de las reglas vigentes en esas regiones, comunas y autonomías territoriales, y de su capacidad administrativa y financiera para llevarlas a la práctica. ¿Qué pasa si una región no tiene la voluntad política o la capacidad administrativa para garantizar el derecho a la salud? Entonces el derecho consagrado en la Constitución es letra muerta. Eso es lo que pasa.
Si son realmente autónomas, las regiones podrán adoptar distintas normas laborales, medioambientales o de salud pública. En respuesta, las empresas se instalarán donde les convenga. ¿Por qué la industria textil de EEUU siempre estuvo en estados sureños como las Carolinas o Georgia? En el siglo XIX, porque allí estaba el algodón. En el siglo XX, porque en esos estados era casi imposible organizar un sindicato. En el Chile del siglo XXI, el “arbitraje regulatorio” debilitará el papel regulatorio del Estado, en vez de fortalecerlo.
Y que nadie se engañe: mientras más pequeño el estamento estatal, más débil y por lo tanto más susceptible a la captura. Un grupo de interés que quiere afectar una política del gobierno central primero tiene que contratar a un ejército de lobistas que convenzan a una mayoría del Congreso y acto seguido debe conseguir que los tribunales y las autoridades administrativas nacionales interpreten y apliquen la nueva legislación a su favor. En una comuna chica, basta con el que potentado local disponga unas pocas micros el día de la elección para conseguir el beneplácito del alcalde y sus equipos.
Esto no es teoría, sino historia práctica. Brasil y México son países federales. En Brasil, los estados del nordeste fueron regentados durante siglos por los “coroneles”, oligarcas coludidos con los latifundistas locales. En México los alcaldes son poderosos y existen múltiples policías estatales y municipales. ¿Cómo se ha hecho fuerte el narco? Sobornando, amenazando y finalmente capturando a esos alcaldes y cuerpos de policía local. Quien recuerde la masacre de Ayotzinapa el 2014, en que murieron 43 escolares, sabrá que algunos de los asesinos fueron policías, trabajando a sueldo para las mafias del lugar.
Más de algún optimista responderá que nada de lo anterior es problemático, porque los gobiernos regionales y locales, al saber mejor dónde le aprieta el zapato a las personas, naturalmente serán sensibles a las demandas populares y proclives a adoptar políticas progresistas. Suena lindo, pero la historia del planeta Tierra sugiere otra cosa. En Estados Unidos en la década de los 60, los derechos civiles de los afrodescendientes tuvo que garantizarlos la Guardia Nacional enviada desde Washington, contra la voluntad de los gobernadores racistas de Mississippi y Alabama. En Chile, los resultados electorales muestran que por décadas la Araucanía ha sido la región más conservadora del país: allí el Sí a Pinochet le sacó 10 puntos porcentuales al No en el Plebiscito de 1988, y la tendencia continúa hasta el día de hoy. Los derechos civiles del pueblo Mapuche ¿estarán mejor cautelados por el gobierno nacional o por el gobierno regional?
¿Y qué pasa —como ha ocurrido muchas veces en Europa o América del Norte— cuando la mayoría conservadora en una comuna, acaso guiada por sus principios religiosos, descree de la paridad laboral entre hombres o mujeres, hace caso omiso de las prohibiciones contra el acoso sexual, o se niega a garantizar el derecho de una mujer a decidir si le pone fin a un embarazo? Hay que ser muy ingenuo para suponer que la meta de la autonomía de los territorios y el principio de la igual dignidad de las personas siempre irán de la mano.
La conclusión, por supuesto, no es que haya que evitar la descentralización. La nueva Constitución debe descentralizar, pero hacerlo bien. Creando, por ejemplo, a lo más dos niveles de gobierno subnacional, no cuatro o cinco, con una media docena de macro-regiones y municipios de tamaño más uniforme. Un Chile desmembrado en decenas o incluso cientos de pequeños territorios autónomos sería un desastre por muchas razones –entre ellas, porque inevitablemente conllevaría un Estado débil y vulnerable a la captura.
Además, es imperativo que, como ocurre en España, la nueva Constitución incluya una lista de los 20 o 30 asuntos que serán de la exclusiva competencia del parlamento nacional y del gobierno central. Además de lo laboral, el medioambiente, la salud pública y la fiscalización de los derecho civiles y políticos, hay muchas otras áreas en que no tiene sentido que las regiones, los municipios y cualquier otra autonomía se pongan a hacer sus propias reglas.
La política tributaria es un buen ejemplo. Si el gobierno de Gabriel Boric sube el impuesto al diésel, como ha prometido, y las regiones después lo bajan, estaríamos ante un contrasentido total. Por las mismas razones, los gobiernos subnacionales no deben tener ni presupuestos deficitarios ni la facultad de endeudarse para cerrar el hoyo. El viernes recién pasado se aprobó en comisión una norma que limita las facultades legislativas de la regiones, pero falta mucho aún hasta que sepamos cual será el diseño definitivo
Y una última cosa: una descentralización de verdad en el Siglo XXI requiere un Senado potente, no el león sin dientes del Consejo Territorial que está en vías de aprobarse. Ese sería el ejemplo más grave del Estado frágil y endeble que podría consagrar la nueva Constitución.
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