La realidad tiene un carácter dual: la vida es una bendición que ofrece alegrías, pero también tristezas. Hay día y noche, frío y calor, bondad y maldad. Muchas veces, no se trata de elegir entre uno u otro, sino de aceptar que ambos coexisten. En el caso de los proyectos y las inversiones, sucede algo similar.
El Estado y los empresarios promueven iniciativas porque son necesarias y beneficiosas: la sociedad requiere más carreteras, puertos, hospitales, energía e industrias, entre otras. Sin embargo, estos proyectos también conllevan costos, especialmente en términos medioambientales y sociales. Como en la vida misma, se trata de buscar un equilibrio y tomar decisiones conscientes que impliquen asumir ciertos costos, que por supuesto hay que buscar minimizar para alcanzar los beneficios deseados.
Decidir no es fácil. Las mejores decisiones surgen de un análisis cuidadoso, pero, incluso con toda la información disponible, el futuro sigue siendo incierto. Además, muchos aspectos que deben considerarse en una decisión son inconmensurables: no pueden ser evaluados de forma cuantitativa ni exacta, pues su naturaleza incluye elementos cualitativos que van más allá de lo medible.
Factores como el valor cultural de un ecosistema, la pérdida de una especie endémica o los impactos en las dinámicas sociales y comunitarias escapan a una simple valoración numérica. Esto agrega una capa de complejidad a las decisiones, ya que obliga a lidiar con elementos subjetivos y éticos que no siempre tienen consenso. A veces nos equivocamos, aunque hayamos intentado hacerlo lo mejor posible. Sin embargo, la incapacidad de decidir es la peor de las decisiones, ya que deja a la sociedad en un estado de parálisis, como un barco a la deriva.
En el caso de proyectos complejos, como los de infraestructura o energía, no contamos con un sistema que evalúe de manera integral todos los aspectos relevantes. El Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), como su nombre lo indica, está diseñado únicamente para evaluar impactos ambientales. Esto significa que se centra exclusivamente en identificar y medir los efectos de los proyectos sobre el medioambiente, dejando de lado otros elementos cruciales, como los beneficios sociales, económicos o públicos.
Sin embargo, el problema del SEIA no radica únicamente en que se enfoque solo en lo ambiental dejando fuera los beneficios. Incluso dentro de su ámbito específico, existe un elemento inevitable de subjetividad. Por ejemplo, al evaluar la relevancia de ciertos impactos ambientales, como la pérdida o alteración de especies de flora o fauna nativa, no siempre hay consenso claro sobre su peso real en relación con otros factores.
Decidir si la afectación a una población de determinada especie justifica o no el rechazo de un proyecto es, en esencia, una decisión que depende de valores y prioridades que varían entre individuos y grupos. Así́, lo que pretende ser un análisis objetivo termina enfrentándose a la complejidad inherente de los dilemas éticos y culturales que rodean la relación entre el desarrollo y el medioambiente.
A medida que hemos aumentado la intervención antrópica, casi siempre surge una tensión entre los beneficios y los costos, una tensión que considero legitima. Resolverla no es fácil. Es evidente que debemos establecer exigencias medioambientales, principalmente basadas en la tecnología disponible y expresadas en algunos casos como estándares, pero estas no son suficientes. Lo más sensato es evaluar tanto los costos como los beneficios de manera objetiva y reposada, sin sesgar la discusión para favorecer un argumento u otro. Luego, debemos llevar esa evaluación al ámbito social, que imagino como un jurado ciudadano complementado con apoyo técnico y, quizás, político, para tomar una decisión fundamentada.
El sueño ilustrado de quienes defienden la evaluación ambiental como método de decisión social es definir condiciones de borde con tal precisión que permitan un “sí” o un “no” igualmente categórico. Sin embargo, desde una perspectiva lógica, esto constituye una petición de principios, una falacia en la que la conclusión está contenida en la premisa.
En la práctica, simplemente desplazamos el problema desde la evaluación de proyectos hacia la definición de esas condiciones, las cuales son tanto o más difíciles de establecer. Así, trasladamos la controversia a la fijación de límites normativos (estándares o guías) o a la ilusión de que un ordenamiento territorial predeterminará con claridad qué se puede hacer y qué no.
Es cierto que tanto los estándares ambientales como el ordenamiento territorial son herramientas útiles y necesarias. No obstante, es ingenuo pensar que podremos alcanzar un nivel de precisión tal que elimine la necesidad de evaluar individualmente, en su mérito, los costos y beneficios de cada proyecto relevante.
En primer lugar, la fijación de estándares no es un ejercicio puramente positivista, sino esencialmente normativo. Rara vez se define únicamente por criterios científicos, ya que requiere decisiones humanas y cualitativas sobre qué consideramos aceptable o no (por ejemplo, el nivel de riesgo que estamos dispuestos a tolerar). En cuanto al ordenamiento territorial, la complejidad es aún mayor. Si bien podemos tomar decisiones generales sobre emplazamiento y protección, inevitablemente surgirán excepciones que nos llevarán a analizar casos particulares (como en el caso de las reservas de litio y otros minerales en parques nacionales). En este sentido, como en muchos otros, la excepción confirma la regla.
No necesitamos reformar el SEIA para que haga algo para lo que no fue diseñado. Lo que necesitamos es complementarlo con un sistema capaz de evaluar de manera integral los beneficios y costos, para luego ponerlos en una balanza que asuma una decisión con una mirada de políticas públicas. Este nuevo mecanismo debe ser transparente, riguroso y honesto, capaz de listar tanto las consecuencias positivas como las negativas de un proyecto. De esta manera, podríamos tomar decisiones informadas, basadas no solo en criterios técnicos, sino en una visión global que reconozca la complejidad de los dilemas sociales.
Porque, al final, decidir es inevitable. Se pueden sopesar los argumentos a favor y en contra, pero la elección siempre implicará priorizar. Existen diferentes formas de tomar decisiones sociales: delegarlas a expertos, utilizar jurados ciudadanos, dejarlas en manos de los políticos o una combinación de las anteriores (donde la Inteligencia Artificial puede resultar de gran ayuda).
Lo importante es tener la capacidad de entender que se trata de decisiones complejas evitando caricaturas maniqueas entre buenos y malos, o intentar escudarse en forma hipócrita, “lavándose las manos”, en que son decisiones puramente técnicas.
El dualismo, como concepto filosófico, es muy antiguo. Materia y espíritu, libertad y determinismo, objetividad y subjetividad, bien y mal: todos estos conceptos han estado presentes tanto en la tradición de pensamiento occidental como oriental. En esencia, la inteligencia consiste en superar los extremos y ser capaces de “caminar y masticar chicle” al mismo tiempo. Ya la dialéctica aristotélica planteaba un equilibrio entre opuestos, similar a la complementariedad del yin y el yang en el taoísmo, la vía media del budismo, la justa medida tomista o la síntesis hegeliana entre tesis y antítesis.
El resultado es que necesitamos un enfoque más dinámico y adaptativo para enfrentar los dilemas del desarrollo. No podemos culpar al SEIA por sus limitaciones: no le pidamos peras al olmo. Pero sí podemos replantear nuestro sistema de evaluación, creando un mecanismo complementario que permita tomar decisiones más equilibradas, reconociendo tanto los costos como los beneficios que definen nuestra realidad dual.
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