Para dar respuesta a los simultáneos focos de violencia que bullían en varios puntos de la ciudad, Carabineros se vio en la obligación de dispersar sus fuerzas, lo que en la práctica significó sacrificar contundencia en pos de oportunidad. A raíz de esto, se diluyó el poder disuasivo de los uniformados, dejando desprotegidos importantes enclaves de la república.
El principal símbolo de la institucionalidad —la casa presidencial— no estaba del todo exento de esta fragilidad. En ocasiones, el tercer anillo de contención apenas lograba contrarrestar el ataque de cientos de encapuchados, quienes, envalentonados por las drogas y los cantos reivindicatorios, avanzaban, entre piedras y molotovs, con el fin de tomarse a la fuerza el Palacio de La Moneda.
La sombra de la revolución deambulaba por los pasillos gubernamentales y Blumel, en un intento por comprender el presente a través de la historia, me recordó que la revolución bolchevique también se levantó durante un mes de octubre.
En medio de la batahola, el jefe de la seguridad presidencial, el mayor Patricio Rodríguez, partió raudo a la oficina de Bruna para discutir el manejo comunicacional de un posible plan de evacuación. En ese momento, circunstancialmente, Rendic se encontraba presente en la oficina.
—¿Generará mucho ruido que el presidente tome el helicóptero en Cancillería, en el edificio Carrera? —preguntó indeciso Bruna a Rendic, quien respondió proponiendo otra alternativa.
—Oye, pero si quieres pasar más piola llamen a Claudio Melandri del Banco Santander que está acá en Bandera y le piden el helipuerto.
El mayor no tenía tiempo para diálogos improductivos, así que los interrumpió sin grandes aspavientos y les expuso la realidad de los hechos.
—Ustedes no están entendiendo. Hay tres anillos de seguridad, está a punto de caer uno, y si cae el segundo no alcanzaremos a llegar al Santander…
Eran las seis y media de la tarde, y ante la alarma de Rendic, quien jamás se iría sin mi, acepté emprender la retirada. Pero con una condición: dentro de dos horas. Aún podíamos ser útiles (o eso, al menos, me gustaba creer).
Guardamos nuestros computadores y dejamos las mochilas al lado de la puerta, listas para huir en caso de sorpresa. Entretanto, nos mantuvimos trabajando desde nuestros celulares, los que no paraban de recibir llamadas en busca de una orientación, que resplandecía por su ausencia.
El fantasma del expresidente de la Argentina, Fernando de la Rúa, escapando de la Casa Rosada en helicóptero acechaba a algunos funcionarios de gobierno y los periodistas; en off, no perdían la chance de profundizar en ese miedo. Esa sola escena, de por sí culposa, me llevaba a pensar en otros escenarios, desplegando un sinfín de interrogantes que rotaban como la cadena de una bicicleta por mi mente.
Bastaba la imagen de Piñera subiendo al helicóptero presidencial para despertar el morbo y las versiones de la prensa. Pero, por si no fueran suficientes los problemas que nos aquejaban, desde el ala norte del segundo piso algunos entusiastas con exceso de confianza se esmeraban en crear pautas ciudadanas para “acercar” al presidente a la gente…
Desde sus casas, los telespectadores seguían con la boca abierta el devenir de los hechos. Mientras Carabineros defendía sus cuarteles, los encapuchados salían corriendo y riendo con la mercadería a cuestas. Luego, para coronar el atraco, rociaban con acelerante y prendían fuego a los locales comerciales.
Las llamas se apoderaron de Santiago Centro, envolviendo las sucursales de KFC, McDonald’s y algunas farmacias. En el caso de las grandes cadenas, los empleados salían escapando, a diferencia de los propietarios, quienes permanecían protegiendo su patrimonio ante la inacción de las policías. En una de esas jornadas de furia, Blumel recibió una alarmante llamada del general Rozas, quien le reportaba directamente para evitar filtraciones.
—Perdimos el control de la calle, ministro.
—¿A qué se refiere, general? Le ruego sea más preciso.
—Ministro, no estamos en condiciones de contener la situación por mucho tiempo más. He ordenado un plan de retirada.
—General, le recuerdo que su deber es cumplir con el mandato constitucional de controlar el orden público.
El jefe de policía guardó silencio al otro lado de la línea. Tomó aire y, con disimulada calma, trató de explicarle al ministro el estado de las cosas.
—Nuestras fuerzas ya no cuentan con lacrimógenas y nos quedan pocas reservas de balines y perdigones. A eso hay que agregar que, producto de las violentas jornadas anteriores, nos quedan pocos carros blindados operativos.
—¿Cuánto más pueden aguantar? —preguntó afligido Blumel.
—A las 20:00 horas procederemos a retirarnos de Plaza Baquedano y los alrededores.
En las proximidades, las Fuerzas Especiales buscaban reorganizarse para mantener en pie los anillos de seguridad que rodeaban al Palacio de La Moneda. No era una tarea sencilla. La primera línea no cesaba sus ataques y cada lacrimógena que recibía parecía renovar su energía.
No solo eran una masa colmada de ímpetu, sino también de coordinación. Sus elaborados movimientos denotaban oficio, lo que resultaba sorprendente y, a la vez, intimidante para los uniformados que estaban a cargo de mantener en pie el Estado de derecho.
Los encapuchados se dividían en bloques y se turnaban para atacar y replegar, generando un sistema finamente sincronizado de enroques y relevos. Esta mecánica del caos ejercía presión desde los diferentes costados, encegueciendo a los carabineros con sus rayos láser e inutilizando los vehículos blindados a punta de pedradas, pinturas y lenguas de fuego.
Tras semanas de refriega, Carabineros a duras penas lograban mantener los brazos en alto. El cansancio físico, junto con el estrés mental, les comenzaba a jugar una mala pasada y la desesperación comenzaba a apoderarse de sus músculos. Luego de días sin dormir y sin ver a sus seres queridos, se tornaron más vulnerables y el miedo comenzó a apoderarse de sus movimientos: si aplicaban la fuerza necesaria para detener a la turba, corrían el riesgo de terminar enrejados por violaciones a los derechos humanos.
No se trataba de una idea persecutoria, sino de una realidad concreta: por ese entonces, cientos de civiles habían sufrido heridas oculares producto de perdigones policíacos y el fiscal regional había formalizado a catorce carabineros por el delito de tortura. Superado por las circunstancias, un suboficial llamó al diputado Mario Desbordes para hacerle saber que no tenía más alternativa que dejar caer los brazos.
—Diputado, estamos a treinta minutos de abrir.
—Te volviste loco —contestó incrédulo el parlamentario.
Desbordes cortó en el acto y llamó a un coronel que otrora había sido su subalterno para hacer chequeo cruzado. Debía cerciorarse de que el riesgo era veraz y no una idea aislada de un uniformado desesperado. La respuesta no fue la deseada.
-Tenemos que abrir… nos quedan treinta minutos de lacrimógenas, los carros lanzaguas están botados y estamos en el cuerpo a cuerpo.
Los encapuchados se habían desprendido de la multitudinaria marcha que había en Plaza Italia y buscaban asaltar el Palacio de La Moneda. Un contingente de Fuerzas Especiales de Carabineros les hizo frente evitando que ingresaran al sector. Pero, tras el roce de la batalla, estaban fatigados y sin armas a disposición. Se vislumbraba que la caída era cosa de minutos.
—No nos quedan elementos intermedios, diputado. O disparo y mato a cincuenta personas y con eso incendio Chile y me voy preso… o abro.
Cuando a Carabineros les quedaban minutos de lacrimógenas y el triunfo de la calle estaba a punto de cocinarse, contra todo pronóstico, la primera línea comenzó a agotarse y efectuó una articulada retirada. En ese momento no lo sabían, pero si hubieran empujado algunos minutos más habrían logrado sobrepasar el último anillo de seguridad y asaltar el palacio de La Moneda. De haber sido el caso, los gendarmes de palacio no hubieran tenido ni la más mínima chance de repelerlos. Ni por número ni por preparación ni por armamentos.
Mientras tanto, al interior de palacio, desde nuestra oficina que daba hacia la Alameda, tampoco estábamos conscientes del riesgo que corríamos. De lo contrario, no hubiéramos esperado hasta que el reloj diera las 20:30 horas. Al llegar la hora pactada, nos pusimos las chaquetas y recogimos las mochilas…
Camino de regreso a casa, arriba del Hyundai que piloteaba don Armando, íbamos comentando el desmadre que se visualizaba en las calles. Era tan difícil aquilatar la situación, que nos conformábamos con adornar el análisis haciendo un uso excesivo de adjetivos. Era el signo de que nos faltaban las palabras para describir lo ocurrido.
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