Este jueves se cumple un año de la trágica muerte de Sebastián Piñera, distancia temporal suficiente para entregar con total libertad el testimonio de una relación episódica pero intensa que establecí con el expresidente desde mi condición de opositor político en sus dos ejercicios presidenciales.
Pocos meses antes de su inesperada partida recibí una invitación a almorzar en sus nuevas oficinas y, después de contarme que la compra de ese edificio, entonces semi vacío, era el único mal negocio que había hecho en décadas, me dijo que me había invitado porque, a pesar de que “le había sacado la cresta” muchísimas veces, me tenía estima y respetaba mis opiniones sobre la contingencia y el futuro del país.
Yo pensaba que había olvidado algunas de mis feroces críticas públicas, pero tomando café en la terraza después del almuerzo me recordó cuánto le habían dolido algunas que recordaba perfectamente, como cuando después de prometer que no participaría más del mercado bursátil se vio tentado por una repentina baja del precio de las acciones aumentando su porcentaje de la propiedad de Colo Colo, y dije en una conferencia de prensa que el presidente sufría de “incontinencia bursátil”, o cuando en una entrevista televisiva me señalaron que compartía con él la condición de hincha del equipo popular y lo negué contando la ocasión en que junto a Heraldo Muñoz saltábamos eufóricos con cada uno de sus 7 goles contra un club costarricense en la Copa Libertadores, mientras a Piñera, quien llegó a sentarse con nosotros en el Monumental, sólo le sonaba la caja registradora.
En realidad, no había olvidado nada. Perdón, mas no olvido. Ese era uno de sus rasgos característicos. Si no, jamás habría nombrado a Evelyn Matthei en su gabinete después del caso Kioto, ni a Andrés Allamand y a Alberto Espina luego de haberse convertido en los samuráis de Joaquín Lavín en 2005.
Sus conocidos aluden recurrentemente a su proverbial avaricia. Pude comprobar personalmente que no era un mito urbano cuando en 2006 me encontré con él en Ezeiza -yo iba a un seminario en Buenos Aires y él a contar su primera experiencia como candidato presidencial de la derecha- y descubrimos que nos alojaríamos en hoteles cercanos, así que nos fuimos juntos en taxi. Cuando llegamos vi que Piñera le pagaba al chofer, tomé mi maleta y al descender, éste me golpea el hombro diciéndome que faltaba por pagar mi mitad de la carrera.
En una de sus campañas presidenciales recuerdo la queja de mis colegas diputados al recibir una carta de su comando requiriéndoles un pago previo a la entrega de la foto conjunta con el candidato.
Cuando en 2005 pasó a segunda vuelta contra Michelle Bachelet después de haberle ganado a Lavín, me topé con él en un canal de televisión y le pregunté cómo es que había permitido el cierre de las sedes y el despido de los equipos de campaña de sus candidatos a diputados, factores claves para un buen resultado. Simplemente me dijo que la rentabilidad de la inversión en segunda vuelta era demasiado baja, que por mucho dinero que pusiera en la campaña no le ganaría a Bachelet, así que se dedicaría a recuperar lo invertido en primera vuelta.
Esa relación con el dinero se aplicaba igualmente cuando se trataba del Fisco, como lo vi en una gira presidencial de la que formé parte, discutiendo con el garzón y el dueño del restorán en Montevideo por lo que él consideraba un precio elevado de las bebidas que habíamos consumido.
O cuando arreciaba el Covid-19 y la presión opositora por los retiros previsionales, y el presidente se resistía a abrir la billetera fiscal para ayudar a las personas obligadas a encerrarse en sus casas, redundando finalmente en la paradoja que en 2021 se entregaron directamente al bolsillo de las familias US$18 mil millones, el triple de lo transferido en el año de la pandemia, cuando era mucho más necesario.
Más de una vez lo escuché responder riéndose a las pullas que hacían alusión a su carácter amarrete, señalando que “precisamente por eso soy rico”. Sin embargo, sabemos que era un avaro generoso con su familia, por lo que escuchamos de boca de su padre y lo que sabemos de su hermano Miguel.
Confieso que he conocido muy pocas personas tan seguras de sí mismas y confiadas en sus capacidades y buena fortuna como Sebastián Piñera, que era capaz de jugar una partida de ajedrez con Boris Spassky pensando que le podía ganar.
Lo retrata de cuerpo entero su decisión de contrariar los consejos razonables de todo su entorno para intentar el rescate de los 33 mineros en la mina San José, a pesar del enorme riesgo que representaba para él y su gobierno la escasa posibilidad de encontrarlos con vida. Su inverosímil seguridad y confianza en sí mismo lo llevaron muchas veces a tomar altos riesgos. El 6 de febrero de 2024 fue el último.
Piñera no era precisamente un amante de las formas y la diplomacia. Lo vi varias veces producir enojo en algunos por ausencia del saludo, por no escuchar o por perder rápidamente la atención a las palabras de algún interlocutor.
Carecía sin duda de paciencia, su pensamiento fluía con tanta rapidez que no soportaba los raciocinios demasiado lentos y las reflexiones insustanciales. Por supuesto sus dos experiencias presidenciales y las campañas que le permitieron ganar moderaron algo estas aristas, pero no modificaron su manera de ser. Incluso en el ejercicio presidencial, no soportaba los devaneos de un ministro o los titubeos de un asesor, y tampoco se ceñía a las formalidades del rol.
Yo tuve la ocasión de relacionarme en mi calidad de dirigente político con los presidentes Lagos y Bachelet, a quienes apoyé en su ejercicio presidencial, pero el único presidente del que recibí directamente sin intermediarios un llamado telefónico fue Sebastián Piñera. Eran las 7 y media de la mañana e iba camino a mi distrito cuando contesto el celular y alguien comienza inmediatamente a hablarme. Después de varios minutos de escucharlo logro preguntarle con quién estoy hablando, él me dice “con el presidente”, yo pregunto “¿el presidente de qué?” y era el propio presidente de Chile que me invitaba a su oficina a conversar sobre las opciones de reforma del sistema binominal.
Sé que Piñera proyectaba la imagen de dureza y falta de inteligencia emocional. No sé si se trató de una circunstancia excepcional, pero supe de su sensibilidad cuando estando frente a frente en su oficina discutiendo el proyecto de reforma de pensiones, me llama mi esposa al celular para contarme que mi hijo chico, que había comenzado a usar el transporte público, se había perdido y estaba en un sitio eriazo de La Pintana donde lo había dejado la micro a las 7 de la tarde de un día de invierno. Cuando le cuento se inquieta tanto como yo y envía al jefe de la escolta presidencial a La Pintana, ganándose el inesperado aprecio de la madre de mis hijos menores.
Era sin duda duro y exigente como el que más cuando se trataba de los negocios o de la actividad política. Tenía, sin embargo, un sentido de familia muy desarrollado y allí aparecía el hombre sensible, divertido y cariñoso. Podría seguir narrando episodios vividos con Sebastián Piñera, como su afición a las encuestas y a las elecciones, sus invitaciones a compartir datos y antecedentes, sus apuestas -le gané varias- y su inveterado espíritu competitivo que lo llevaba a convertir todo en una carrera.
Me quedo con el recuerdo de una tarde en París, en el marco de una frenética gira presidencial en la que recorrimos 5 países en una semana, cuando el presidente se subió a la van en la que los parlamentarios regresábamos al hotel, y entonamos ambos “Je ne regrette rien” (No me arrepiento de nada), de la legendaria Edith Piaf.
Como todos nosotros, Piñera era un personaje lleno de contradicciones, muchos defectos y enormes virtudes. Tuvo sin duda aciertos y errores en su carrera política, como senador, presidente de partido y dos veces presidente de Chile. Fui opositor en sus dos gobiernos, aunque siempre dispuesto a concordar soluciones comunes a los problemas del país y nunca cedí a la tentación de resolver las diferencias políticas a través de la destitución constitucional.
Tuve acuerdos y desacuerdos con sus posiciones y sus decisiones a lo largo de su carrera política y en sus dos períodos presidenciales. El tiempo permitirá aquilatar con mayor precisión y objetividad el balance de sus 8 años como presidente de Chile.
Lo que hoy valoro sin ningún titubeo de Sebastián Piñera es la firmeza de sus convicciones democráticas, que lo llevaron a colaborar activamente en 1988 a que el general Pinochet no lograra su propósito de continuar 8 años más en el poder y a contradecir de manera flagrante en 2019 a buena parte de su tribu jugándose por una salida democrática y pacífica a la crisis.
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