Hace unos días, dentro de los muchos anuncios a los que nos tiene acostumbrados —y a ratos hasta abrumados—, el gobierno de Trump, a través del Departamento del Tesoro indicó que, con respecto a la Ley de Transparencia Corporativa, no se aplicarían sanciones o multas respecto a la obligación de empresas de reportar a las autoridades información sobre los beneficiarios finales o efectivos de éstas a ciudadanos estadounidenses o empresas nacionales y que se buscará limitar su ámbito de aplicación únicamente a las empresas declarantes extranjeras. “Se trata de una victoria del sentido común”, señaló el Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent.
Esta ley, que recientemente entraría en vigencia, tiene como objetivo obligar a las empresas a informar sobre sus beneficiarios finales a la oficina de la Red de Represión de Delitos Financieros del Tesoro con el objetivo de combatir el blanqueo de capitales y el terrorismo, sumándose a lo que ya han hecho muchos otros países como Reino Unido, Canadá, Países Bajos, España, entre muchos otros.
Esto se suma a otras polémicas medidas en materia de transparencia y la lucha contra la corrupción. En febrero, el Presidente de Estados Unidos, firmó el lunes una orden ejecutiva suspendiendo la aplicación de la FCPA (Foreign Corrupt Practices Act) que fue aprobada por el Congreso de dicho país en el año 1977 como consecuencia del escándalo de Watergate y cuyo objetivo principal fue establecer normas para que los empresarios estadounidenses actúen correctamente en sus relaciones en el extranjero, prohibiendo y sancionando a las empresas estadounidenses o que cotizan en la bolsa norteamericana a pagar sobornos en países extranjeros.
Esta normativa ha sido considerada como una de las leyes anticorrupción transnacional más poderosas y eficaces del mundo y fue la inspiración para la Convención para Combatir el Cohecho de Servidores Públicos Extranjeros de la OCDE de la cual Chile es parte.
La decisión también implica que se congelan los procedimientos penales de estadounidenses que hayan sido acusados de infringir la legislación y, además, se preparan nuevas directrices para su aplicación. Al comunicar esta decisión, Trump indicó que traerá “muchos más negocios a Estados Unidos” por considerar que “está deteniendo la aplicación excesiva e impredecible que hace que las empresas estadounidenses sean menos competitivas”.
Así mismo, el Presidente ha anunciado la venta de una “tarjeta o visa dorada” que costaría unos 5 millones de dólares, con el objetivo de atraer inversionistas extranjeros de alto patrimonio y ofrecería la posibilidad de obtener la ciudadanía. Este tipo de medidas —encabezadas por países como Rusia y China— han sido muy cuestionadas por organismos anticorrupción por representar riesgos significativos de corrupción, blanqueo de capitales, fraude y evasión fiscal.
El panorama, por lo tanto, es poco alentador en materia de lucha contra la corrupción y, lamentablemente, se retrocede en décadas de consensos de que los sobornos y la corrupción no dinamizan la economía, sino que producen efectos devastadores en los países como bien señala la profesora Rose-Ackerman: menor inversión extranjera, menor crecimiento económico, aumento de la evasión tributaria, aumento de la inflación, baja calidad de los bienes y servicios públicos provistos, aumenta la desigualdad, disminuye la confianza en las instituciones públicas y privadas, aumenta la tasa de crímenes y la inseguridad y se producen mayores daños ambientales, entre otros.
Ya en el primer gobierno de Trump, Estados Unidos tuvo un importante descenso en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional de 75 a 67 puntos pasando del lugar 16 al 27 de los 180 países evaluados. Es de esperar que estos retrocesos en regulaciones y estándares no tengan un impacto mayor en el escenario internacional y que todo el conocimiento y buenas prácticas acumuladas en las empresas norteamericanas y extranjeras no se pierda de la noche a la mañana.
Mirar las prácticas de prevención o compliance como obstáculos o burocracia no es más que una mirada cortoplacista y que no entiende el objetivo de estas medidas que, en el fondo, buscan una mejor gestión de empresas que no solo deben buscar maximizar sus utilidades sino que hacerlo de un modo socialmente responsable y leal con consumidores, competidores y la sociedad, en general.
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