Mario Vargas Llosa y su portentosa obra. Por Héctor Soto

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García Márquez podrá tener una prosa más brillante y una imaginación con más fuegos de artificio, pero en términos de credibilidad, de mano a mano con la fatalidad y con la ironía artera de la vida, Vargas Llosa está en otra escala. Su superioridad es comprobable.


En el plano estrictamente literario, Vargas Llosa nunca fue otra cosa que un notable ensayista, un dramaturgo más inteligente que inspirado y un novelista resueltamente clásico, que le debía mucho más a Flaubert que a Faulkner, el otro de sus grandes maestros inspiradores. En términos de experimentación formal, lo más lejos que llegó fue en Conversación en La Catedral, donde mezcló admirablemente en tiempo presente diálogos que tenían lugar en distintas épocas y contextos, sin que el lector —el lector atento, por lo menos— se perdiera. En realidad, fue una proeza difícil de repetir. Los que lo han intentado otra vez han terminado pagando cara la veleidad. Lo que resultó en una novela no necesariamente tiene que funcionar en todas.

Un uno de sus más brillantes y tempranos ensayos —quizás si por eso mismo el más sentido y confesional— La orgía perpetua (1978), donde Vargas Llosa analiza Madame Bovary y trata de explicar su incondicionalidad a esta obra maestra, Vargas Llosa confesó su predilección por lo que ha dado en llamarse “obras redondas”, obras construidas como un orden riguroso, con principio y con fin, y que dan la impresión de la soberanía y lo acabado. Dijo preferirlas a esas otras novelas que se caracterizan por lo inacabado, por lo incierto, por los desenlaces abiertos y deliberadamente vagos. Sí, es verdad que quizás estas últimas se parezcan más a la vida, que siempre está fluyendo, que siempre se está haciendo.

A pesar de eso, sin embargo, lo que él ha buscado en las novelas, en las películas, en los cuadros, es exactamente lo contrario: “totalizaciones, conjuntos que gracias a una estructura audaz, arbitraria pero convincente, dieran la ilusión de sintetizar lo real, de resumir la vida”. No eran malas las razones que tuvo el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael para llamarlo “un geómetra de la novela”. En ese registro y con la habilidad que tuvo para desplegarse en distintas direcciones, hay pocos escritores que le corren.

García Márquez podrá tener una prosa más brillante y una imaginación con más fuegos de artificio, pero en términos de credibilidad, de mano a mano con la fatalidad y con la ironía artera de la vida, Vargas Llosa está en otra escala. Hasta que en febrero de 1976, cuando le dio un puñetazo en el ojo por razones confusas (Jaime Bayly dice en su novela Los genios que fue porque el autor de Cien años de soledad se propasó con Patricia Vargas Llosa), fueron grandes amigos; no por nada la tesis doctoral de Vargas Llosa en la Complutense versó sobre la literatura de su amigo: Historia de un deicidio (1971).

La superioridad de Vargas Llosa es comprobable. La ciudad y los perros, la novela sobre un grupo de chicos que aprenderán en un colegio militar que para triunfar en la vida hay que mentir y trampear, Conversación en La Catedral, el libro que revela que la corrupción en la sociedad peruana no tiene vuelta, La guerra del fin del mundo, la novela que rescata un conflicto de la historia brasileña dictado por el fanatismo y la superchería, La fiesta del Chivo, la ficción con que Vargas Llosa desmonta el país de Rafael Leónidas Trujillo y las lógicas del poder absoluto de una tiranía, corresponden a momentos estelares de la literatura latinoamericana.

Son todos libros gloriosos. Obviamente siempre el autor tuvo esta misma altura; hay que rescatar sin embargo también el ingenio de La tía Julia y el escribidor, el humor desenfrenado y colindante con la farsa de Pantaleón y las visitadoras y las trampas del amor no correspondido en esa tragicomedia que es Las travesuras de la niña mala.

Es enteramente explicable que su producción de los últimos años haya estado por debajo de sus marcas. La ley de los rendimientos decrecientes es implacable aun con los artistas geniales. Vargas Llosa ya había hecho lo que tenía que hacer. Ya había dado mucho más de lo que buenamente puede esperarse de un gran escritor.

El resto no es silencio

Sin embargo, esta fue solo una parte del cuento. Porque además fue un certero ensayista, que se hizo cargo de grandes figuras literarias (Flaubert, Victor Hugo, Arguedas, Onetti, Pérez Galdós), de teoría literaria (La verdad de las mentiras), de teoría del arte (La civilización del espectáculo) y, en La llamada de la tribu, de los pensadores que más influyeron en su formación y líneas de pensamiento (Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Aron, Revel…).

Queda para el final —no obstante ser portentosa y espléndida— su obra periodística. Una columna cada dos semanas en los últimos 60 años. Antes de eso, con mayor frecuencia incluso. Hay números de Caretas donde su firma a veces se repite dos veces. Es un caso extraordinario de fecundidad y constancia. A partir de 1962 sus columnas se publicaron bajo la etiqueta Piedra de Toque. Ahí está, aparte de sus opiniones y lecturas, aparte de su inteligencia y conexión con la actualidad, buena parte de la historia del mundo y de sí mismo. Este es un escritor que calificó con la misma autoridad en los grandes temas del pensamiento como en los dilemas de la cultura pop. Como tuvo un sentido calvinista del trabajo, no se iba ni una. No hubo tema que no lo motivara: lo sabía todo, lo investigaba todo y nunca se guardó sus percepciones, así le reportaran pleitos o aplausos.

Ha muerto un grande y es mucho lo que queda. Veinte novelas, catorce libros de ensayo, cuatro volúmenes de cuentos, varios libros de columnas recopiladas, diez obras de teatro, una imagen incombustible de corrección y esplendor verbal, un manejo envidiable del español, el imponente testimonio de un fuego devorador de la tarea creativa e intelectual.  Vaya que tendrá trabajo la posteridad.

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