“Hoy hay una especie de consenso de que [el estallido social] fue un intento de golpe de Estado fallido. Que detrás de eso estuvo la izquierda más extrema, y ahí incluyo el Partido Comunista, incluyo al Frente Amplio, incluyo a los países y los gobiernos más de izquierda de América Latina, como Venezuela y Cuba. Y también se explica por la falta de progreso económico, especialmente por reformas que se hicieron en el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet”
Estas son las palabras textuales de Cristián Larroulet, exministro, asesor y una de las figuras más importantes de los dos gobiernos de Sebastián Piñera. En su visión, en la derecha ya existe una interpretación común sobre las causas del estallido social de 2019. Los culpables están claros: la izquierda radical, sus aliados en el exterior, y las malas políticas de Bachelet.
Cuando se le invita a realizar una “autocrítica” sobre la actuación del propio gobierno de Piñera y de su sector, Larroulet reconoce que “no fueron capaces de abordar el tema de seguridad en ese momento ni previamente”. Es decir, falló la inteligencia para prevenir y contener la violencia, pero no hay nada más de que arrepentirse: ni las desafortunadas intervenciones ministeriales que enervaron la paciencia de la gente, ni haberle echado bencina al fuego declarándole la guerra a los manifestantes, ni tampoco haber desestimado la creciente percepción ciudadana de impunidad y corrupción en las altas esferas políticas y empresariales.
En esos días, por cierto, el ánimo de sus correligionarios era bien distinto. Si bien algunos cercanos al presidente Piñera esbozaban sendas tesis conspirativas (algunas no muy distintas a las que nos ha regalado Nicolás Maduro, como la de los violentistas entrenados en Chile con la venia del gobierno de Gabriel Boric para sabotearlo), muchos políticos de derecha recorrían los matinales con los ojos vidriosos y sentidos actos de contrición. Dijeron sentirse interpelados por la calle, reconocieron deudas sociales, más de alguno reflexionó sobre las dificultades que había tenido el modelo económico para legitimarse en la población.
Por supuesto, nada de esto se contrapone a la denuncia de la violencia y del aprovechamiento impúdico que algunos sectores de la izquierda hicieron sobre la protesta. Aunque por estos días la izquierda se lava las manos, algún día tendrá que hacerse cargo de su ambigüedad frente a la dimensión destructiva del estallido social. Pero esa es pega de la izquierda. El riesgo político para la derecha es plegarse en forma acrítica al “consenso” que identifica Larroulet.
El estallido social nunca fue un momento anticapitalista ni el derrumbe del modelo. Eso lo ha reconocido hasta el propio Boric. Fue una rebelión plebeya contra las elites políticas y económicas, acusadas de secuestrar los beneficios del progreso y llevárselas siempre peladas. Es difícil pensar en una catarsis semejante sin un caldo de cultivo adecuado. Ese caldo de cultivo lo constituyeron, en parte, los casos de financiamiento ilegal de la política y los reiterados episodios de corrupción empresarial que se destaparon en los años previos. La rabia fue amplificada por la sensación de injusticia: retiros de oración para los curas cochinos, clases de ética para los empresarios evasores.
Luego vino el proceso constituyente, que catalizó la energía del estallido en un desafío electoral y una epopeya institucional. Más tarde la pandemia, que enfrió los ánimos refundacionales ante necesidades más mundanas. Nos dio “vértigo” el cambio, como dijo un convencional. Volvimos a hablar de economía y orden público. Hasta votamos por Republicanos. Pero la bronca con los abusos no desapareció. Quedó sumergida hasta nuevo aviso. Mutó en preferencias políticas anti-establishment. Se articula como permanente sospecha. Nos acompaña hasta el día de hoy en el ánimo sombrío de los chilenos respecto de su democracia.
Hace algunas semanas volvimos a ver barricadas aisladas, con vecinos encabronados por la negligencia -y sobre todo, displicencia- de una empresa privada encargada de proveer electricidad a la capital. En los últimos días, como no pasaba desde el caso Penta, la ciudadanía sigue con interés telesérico una audiencia de formalización contra un poderoso abogado de la plaza, acusado de corromper las instituciones hasta la médula. La trenza llega hasta al mismísimo factótum de los gobiernos de Piñera. ¿No son estos casos del mismo tipo de los que fueron elevando la temperatura previa al estallido social?
La derecha descansa cómodamente en la narrativa del “estallido delictual” a su propio riesgo. Es más económico, cognitivamente hablando, pensar que la culpa la tiene siempre el otro. Nos ahorra tener que hacer cambios. Pero los diagnósticos equivocados son el punto de partida de gobiernos descaminados. Ya llevamos al menos tres gobiernos con lecturas iniciales erróneas, y lo han pagado con descalabros tempranos en su popularidad.
Lo más fácil para Evelyn Matthei y su entorno es suscribir al “consenso” de Larroulet. La pregunta es si acaso una mirada tan reduccionista del estallido les deja espacio para comprender que el pasto sigue seco, y que es poco inteligente ignorar las chispas que se encienden por aquí y por allá.
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