El nuevo alcalde de Puente Alto: Matías Jair Toledo, un hombre de la frontera. Por Rafael Gumucio

Escritor y columnista
Matías Toledo, alcalde electo en Puente Alto. Crédito: Agencia Uno.

El peligro primero es que el poder lo corrompa, que el “Gang” le gane al “Shishi”. El primer esfuerzo de Jair Toledo va a hacer espantar cualquier sombra de sospecha de connivencia con el narco, sin adoptar el discurso paternalista o puritano que nada o casi nada logra. Demostrar no solo que quienes presumen de santo no lo son, sino que los que juegan con fuego tampoco están obligados a quemarse.


La democracia es siempre un ejercicio de deseo, deseo de ser representado, deseo de ser redimido, deseo de ser mejor de lo que todos creen, ser lo que nadie más sabe que eres. Así, por ejemplo, Tomás Vodanovic consiguió una impresionante votación en Maipú justamente porque no se parece a ningún ciudadano de Maipú. Matías Jair Toledo, en cambio, basó toda su campaña en que no solo era de Puente Alto, sino que era Puente Alto mismo.

Hijo de una trabajadora de la construcción, es decir cualquier cosa menos el hijo del dueño del fundo vecino que viene a hacer buenas obras a la comuna, o la política de fuste que está haciendo tiempo en el municipio esperando un nuevo gobierno o un nuevo ministerio.

Por cierto, hay en el juego del deseo democrático algo de exageración, de caricatura, de mascara. Matías Toledo llegó a Puente Alto a los cuatro años, viene como muchos habitantes de la comuna de la pobreza, pero es también un administrador municipal y un pequeño empresario relativamente próspero.

“Si yo pude, todo el mundo puede”, dice cada vez que le preguntan. Pero Matías Jair Toledo no es cualquiera: articulado, astuto, trabajador, representa al mismo tiempo el hijo o cuñado ideal, que sin embargo no deja de ser amigo y más amigo de los amigos y enemigos de la esquina. El “niño bueno” que se junta con los “niños malos”.

Su gracia, lo que lo convierte en lo poco realmente nuevo que arroja esta elección, está en que vive en la contradicción, y no quiere dejar de vivir en ella. Denuncia la corrupción municipal, pero al mismo tiempo coquetea con la ilegalidad o para la legalidad que cantan los versos perfectamente rimados de sus amigos cantantes urbanos.

Su discurso huye de las vaguedades sociológicas, no reprueba el neoliberalismo o menos el capitalismo en general, pero no le molesta asustar a los que no olvidamos que la palabra “Gang”, es decir banda en inglés, habita en el nombre de la asociación “Shishigang”, ONG barrial que ayuda a personas en extrema necesidad en que colaboran algunas leyendas de la música urbana.

Matías Toledo habita en la frontera, la frontera entre esa cultura “urbana” que odia toda urbanidad, y los colectivos de adultos mayores, profesores, pobladores que son también parte esencial de su campaña. La frontera de la izquierda “rojo y negra” que lo educó políticamente pero a la que le reprocha la nostalgia puritana, la imposibilidad de ver el pueblo que realmente existe y no el que debería existir. La frontera también del Frente Amplio, al que nunca ha terminado de pertenecer del todo quizás porque su existencia es la denuncia más visible de la debilidad de los jóvenes de la generación dorada: Su falta pasmosa de dirigentes que vengan del mundo popular. Su eterno ethos de trabajo voluntario.

Matías Toledo es a la hora de los espejos, un reflejo difícil de asumir para los que tienen solo unos años más que él y gobiernan el país sin saber del todo qué país gobiernan. Hijo de las radios populares, y organizaciones vecinales, criado entre los nostálgicos de una insurrección que nunca llegó, pero producto también visible de los años de la Concertación que lo convirtieron en un técnico especializado en políticas estatales.

Representa la frustración de quienes esperaron en vano que los profetas universitarios les dictaran la buena nueva, pero representa también a quienes desde los famosos “territorios” aprendieron que todas las formas de lucha eran posibles y probables, incluido y en primer lugar las técnicas del mercado. Los que aprendieron a jugar rudo y replegarse y desplegarse ante los errores de esa derecha que tiende a pensar en los lugares en que ganan elecciones, como “feudos” que administran como el caballero medieval administraba a sus castillo.

Matías Toledo se revindica así de “octubre” y del “octubrismo”, pero no del octubre de la Plaza Italia, y el millón de manifestantes pacíficos de la marcha más grande de la historia. Su octubre es el otro, el de los comedores populares, los cabildos autoconvocados, pero también las barricadas, los fuegos y los helicópteros recorriendo con sus grandes focos los barrios clausurados. Se revindica también como del “Apruebo” pero lo que le gusta de la nueva constitución es ante todo que es nueva, que es otra, como Puente Alto es otra cuidad alojada a un extremo de Santiago, de espalda a la gran urbe que la ignora.

Matías Jair Toledo, que le gusta subrayar su segundo nombre Jair, que no es como Matías un nombre de “patrones”, contiene todas las esperanza y todos los peligros que siempre implica la llegada al poder de quien nace despreciándolo. El peligro primero es que pase del desprecio al aprecio también exagerado, que el poder lo corrompa, que el “Gang” le ganen al “Shishi”.

El primer esfuerzo de Jair Toledo va a hacer espantar cualquier sombra de sospecha de connivencia con el narco, sin adoptar el discurso paternalista o puritano que nada o casi nada logra. Demostrar no solo que quienes presumen de santo no lo son, sino que los que juegan con fuego tampoco están obligados a quemarse.

Pero el principal problema para Matías Jair Toledo no está en que le guste el poder, sino que no acabe nunca de acomodarse a él. El problema no está en que traicione a las organizaciones sociales de donde viene sino que no acabe del todo de traicionarlas, es decir privilegiar entre todas sus agendas, algunas por sobre otras, defraudando a los que quieren todo ahora.

Su desafío es dejar de ser popular, es decir hacer lo que hay que hacer, sin dejar de ser del pueblo. Otra cosa es con guitarra dice el dicho, que quiere decir que con guitarra se toca una melodía y no otra. Elegir una canción que todos se sepan, pero que sea al mismo tiempo sea nueva o no, es un desafío menor para un alcalde que concentra en sus hombros todas las esperanzas y temores de una elección finalmente predecible.

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