David Lynch: el mundo como amenaza y pesadilla. Por Héctor Soto

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Fue un gran cineasta. Movió las agujas, demostró que detrás de la imagen más comedida e inocente puede ocultarse una realidad muy siniestra y, con su cine, restableció la conexión que hay entre realidad, inspiración fímica, subconsciente y actividad onírica.


Gustará a algunos muchísimo y a otros menos, pero no cabe duda que el director David Lynch fue un grande. Grande en este caso quiere decir que fue un artista capaz de instaurar un mundo inconfundible en sus películas, un universo dramático y moral extremadamente personal, que se desplegaba con la misma autoridad de una película a otra, con rasgos formales parecidos y coherentes.

Lynch, de hecho, aparte de Eastwood y Scorsese, que a estas alturas ya son verdaderas anomalías, es de los últimos cineastas a los cuales les cabe sin ninguna duda la “teoría de autor”, es decir, la mirada que la crítica francesa de los años 60kn desde la revista Cahiers du Cinéma, le dio al cine como arte específico del director.

Ese aparato crítico ya no opera con el mismo esplendor en el cine de hoy, entre otras cosas, porque la industria se atomizó, porque son muy pocos los realizadores que a estas alturas pueden poner las manos al fuego por la continuidad de su carrera y porque la producción cinematográfica se ha vuelto tan compleja que al momento de concebir una película son mayores las posibilidades de que el proyecto se vaya a pique a que efectivamente se filme y alguna vez pueda estrenarse. En esas condiciones, no hay autor que valga o pueda sobrevivir.

Lynch dejó una impronta inconfundible en sus películas. Su inspiración siempre tuvo el sello personal de la distorsión. El mundo de Lynch es raro y todas sus películas lo fueron. Raras, tóxicas, oscuras, perversamente adictivas. Tenían algo de trampas para el confort y la tranquilidad. En mayor o menor medida, estaban conectadas a una suerte de generador del desasosiego y la crispación. Tenían además un rasgo que, en general, el cine contemporáneo ha venido perdiendo: energía y potencia visual.

Uno podrá olvidarse de esta o aquella trama, de este o aquel personaje. Pero de lo que jamás nos vamos a olvidar es de la respiración y de esa máscara diabólica que lleva Dennis Hooper en Terciopelo azul, de los ambientes sórdidos de Carretera perdida, de la punta al rojo de ese cigarrillo encendido y aspirado en la noche que vemos en Corazón salvaje, de los tacones altos y labios rojos de las chicas de Mulholland Drive, de los pequeños signos que van transformando un pueblo inicialmente anodino como Twin Peaks, en la serie de televisión que llevaba este título, en un lugar primero perturbador y finalmente infernal.

Lynch inició su filmografía con una película muy experimental y ya canónica en términos de cine de culto, Eraserhead (Cabeza borradora), siguió con otra visualmente muy provocativa, en blanco y negro, El hombre elefante, que es un tributo a fatalidad desadaptada, y estuvo a punto de hundirse con el descomunal fracaso comercial de Dune. Pero de ahí en adelante se afirmó y estas son las películas que cimentaron su gloria.

Terciopelo azul, del año 86, con Kyle Mac Lachlan, Isabella Rossellini y Dennis Hooper, la historia de un estudiante universitario que vuelve a su pueblo para visitar a su padre enfermo, que se topa con una oreja en el pasto y que va a desenrollar una trama de abuso, sangre y perversión en esa comunidad. Provocativa y gloriosa.

Corazón salvaje, del 90, con Laura Dern y Nicolas Cage, una desaforada historia de amor y fuga, contrariada por la madre de la chica. Quizás la más cándida y hermosa de sus películas, con Elvis Presley cantando Love Tender.

Carretera perdida, del 97, con Bill Pullman y Rosanna Arquette, sobre un músico que empieza a recibir videos suyos y de su esposa y termina acusado de asesinato. La trama es bien complicada, pero recuerdo haberla visto en España, de noche, en una sala casi vacía y haber salido aterrado de la proyección.

Las dos últimas realizaciones suyas, Mulholland Drive, del 2001, con Naomi Watts, e Inland Empire, del 2006, con Laura Dern y Jeremy Irons, son literalmente fugas mentales más o menos disociadas, dictadas por una racionalidad onírica y una erótica difícil de gobernar. A estas alturas Lynch ya se había adentrado sin vueltas en sus experiencias de meditación trascendental y estaba claro que entre sus prioridades no estaba hacer película entendibles y luminosas.

A este este listado, desde luego, hay que agregar Twin Peaks, que fue una serie portentosa, de tres temporadas que le pusieron pantalones largos a la televisión. Tampoco hay que olvidar una realización muy distinta de las suyas, Una historia sencilla, de 1999, cinta amorosa donde la pongan, pero bastante ingenua, de un anciano de Iowa, achacoso e impedido, que decide ir a ver a su hermano infartado en Wisconsin, trasladándose arriba de una cortadora de pasto. No es está mal, pero tiene poco que ver con crispado mundo de Lynch. Como que la filmó para probar que él también podía hacer películas edificantes si se lo proponía. Afortunadamente, casi nunca se lo propuso.

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