Recuerdo que hace varios años, más de cuarenta, hacía un calor en Santiago igual al de esta semana. Debe haber sido en enero de 1983. En esos días mi papá me llevó al cine, o teatro como se le decía en ese entonces, a ver Gandhi, del inglés Richard Attenborough. Fuimos al cine Pedro de Valdivia, que tenía unas butacas de felpa y el calor de la India. En algún momento de la película, Mahatma Gandhi dijo la palabra democracia y la sala se vino abajo aplaudiendo. Como tenía 9 años y necesitaba saber el motivo de los aplausos, ese día aprendí que era la democracia y también sobre la importancia de recuperarla. También entendí la importancia de la sal.
Los ingleses, que dominaban a la India, prohibieron la producción independiente de la sal y fijaron un impuesto que dejó a millones de campesinos, que tenían una dieta basada en verduras, sin el preciado condimento. Incluso era ilegal recolectar sal de mar para uso doméstico. La vida les era más triste sin sabor y para hacer las cosas peor, vivían con la permanente amenaza de la deshidratación por falta de cloruro de sodio en sus cuerpos. Tras décadas de injusticias, en 1923 los ingleses endurecieron aún más su postura y aumentaron al doble los impuestos de su comercialización. Con el liderazgo de Gandhi se organizaron protestas pacíficas y sin embargo los indios fueron apaleados y encarcelados por miles, incluyendo cientos de recolectores de sal.
Gandhi, que entendía mejor que nadie el simbolismo de sus actos, organizó una marcha de tres días hasta el mar. En el camino se plegaron miles de personas. Al llegar la marcha a la playa de Dandi, el líder independentista tomo la sal que había en las rocas y comenzó a recolectarla. Era una violación a la ley, un acto de desobediencia civil y también del comienzo de la caída del Imperio Británico. Todo por una pizca de sal.
La sal es la única roca que comemos los hombres y también los animales. Cuando llegaron los colonos a Estados Unidos antes que se llamara así, encontraron grandes caminos hechos por los búfalos especialmente entre Kentucky e Illinois. Las rutas pasaban por rocas saladas, que los animales langüeteaban sin falta en medio de sus viajes a nuevas praderas. Porque los herbívoros aman la sal. Los hombres observaron esto y así encontraron minas que abastecen hasta hoy a la población y la industria de sal. Pueblos enteros se construyeron sobre minas de sal y sus nombres dan cuenta de esto, como Salzburgo (que ya adivinó el origen del nombre) y que está construido muy cerca de las minas de donde extraían el oro blanco, como le decían sus mineros.
La sal ha fascinado al hombre desde hace miles de años y no solo ha sido atesorada y obtenida como muchísimo esfuerzo, sino que también siempre ha estado dotada de simbolismo y carga poética. La sal corroe y preserva; sirve para disecar pero es obtenida del agua; en bajas cantidades fertiliza la tierra, pero mucho la esteriliza. Nosotros somos salados como nuestras lágrimas y en la boca tenemos saliva (siga adivinando) que es tan salada como nuestra transpiración. Será, tal vez, porque venimos del mar.
Así, no hay en el mundo un cocinero que no se pregunte en cada plato que prepara si está bien de sal. El derroche de sabores que provoca una sazón juiciosa, hace que todos los ingredientes se hermanen. También gracias a la simpleza de la sal podemos partir una palta por la mitad y cucharearla con gusto a cualquier hora del día, darle ánimo al huevo duro, convertir el pasto en ensalada, sacarle el agua a los zapallos italianos y dotar de recuerdos imborrables a un plato de papas fritas.
Hay cocineros con buena sazón y otros con los que no hay caso. Por más que se le intente explicar a algunas personas, nunca llegan a salar bien la comida. Tal vez son gente fría de la montaña, o peor, fantoches que intentan salar deliberadamente menos en nombre de la elegancia dietética. Ellos omiten de la música de la cocina la indispensable línea de bajo sobre la que todos los demás sabores y olores forman sus armonías: la sal de la tierra.
Al año siguiente de la Marcha de la Sal (que está muy bien recreada en la película) Lord Irwin, Virrey de la India, hizo un pacto con Gandhi. Se podría recolectar sal del mar solo para uso personal. El inglés celebró levantando su taza de té. Pero Gandhi, que además de ser un gran líder sabía lo que era bueno, simple y fundamental, pidió una limonada con una pizca de sal. Algo es algo.
En días de calor son salvadoras las ensaladas. Uno de las verduras que más se benefician de la sal son las endivias, que al recibir la ducha de granos salados varios sabores aparecen, que sin sal quedan ocultos en su amargor natural.
6 endivias medianas
100 g de nueces
1 durazno pelado en rodajas muy delgadas
1 taza de berros sin tallo
200 g de roquefort u otro queso azul
150 ml de leche
1 cucharadita de mostaza dijon
1 huevo duro
200ml de aceite de oliva
el jugo de un limón
Sal y pimienta
Para hacer el aliño. Ponga la leche y el queso en una olla y cocine a fuego bajo por unos 12 minutos. Una vez lista la mezcla, déjela enfriar y póngala en una licuadora. Mezcle hasta que se forme un puré muy suave. A continuación y con la licuadora andando añada un poco de sal, la mostaza, el huevo y luego el aceite de oliva, lentamente. Finalmente agregue el jugo de limón.
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Algo es algo: Todos somos choclo. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/3jiGcHnHTV
— Ex-Ante (@exantecl) January 10, 2025
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