Desde que Prometeo le robó el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres, nos pudimos calentar, cocinar, hacer alfarería y también doblar los metales. Como al ser humano le gusta pensar y pensar, no hemos parado de crear innovaciones caloríficas, como por ejemplo el vapor, la electricidad y la energía nuclear. De los más tardíos y mejores avances en torno a la creación de energía, es la producción de frío. Es que el ser humano, de puro inteligente, se las arregló para enfriar calentando y creo la refrigeración.
Los cubos de hielo enfrían nuestras bebidas y copetes favoritos, el refrigerador evita que se pudra la carne y los productos congelados capaces de viajes intercontinentales duran meses en el freezer de nuestras casas, que no es poco, pero sí mucho menos que la máxima creación del frío: el helado. Cremoso al saborearlo, dulce, agradablemente frío, sin derretirse rápido se pasea por la lengua y por el cerebro con su sabor a chocolate, vainilla o ese etcétera interminable de sabores.
Durante siglos los asiáticos, europeos, africanos y americanos subieron los Himalayas, los Alpes, los Atlas y los Andes en busca de la nieve que al mezclarla con fruta, alegraba el verano. Cubos enormes de hielo eran guardados en cuevas y sótanos por meses y llegado el momento del calor salían a la superficie para dar alivio a la canícula. Marco Polo había conocido la crema dulce y helada en China, Luis XIV comía unos dulces congelados en forma de huevo y los indios cocinaban el kulfi, una leche reducida al fuego y luego enfriada en pocillos de terracota. Hasta el mismísimo Beethoven se quejaba del caluroso invierno de 1794 en que “los vieneses están temerosos que pronto será imposible conseguir el alivio del frío, porque cuando el invierno es leve, el hielo es raro.”
Los helados evolucionaron en Europa de la mano del italiano Bernardo Buontalenti que como cocinero de María de Médici llegó a Paris a deleitar a la corte con su nueva preparación de hielo y crema llamada gelati. Sin embargo, el paso definitivo lo dio la norteamericana Nancy Johnson que inventó la batidora portátil en 1846. Al dar vuelta su manivela, se congelaba la mezcla de ingredientes dejando los cristales de hielo minúsculos y cremosos, muy distintos al hielo saborizado de antes.
Quizá desde entonces el helado es evocador de recuerdos de infancia o de tiempos supuestamente mejores. A los más antiguos de la zona de Talca les da nostalgia el helado hecho con nieve que batían sin parar para mezclarlo con canela. Otros añoran los helados de bocado, o los de la Foca original y hasta hay desviados que recuerdan con cariño ese bodrio llamado Pavarotti, antro de los helados, que vivió en los años ochenta en la Avenida Apoquindo.
Porque a los helados siempre se les perdona y no importa que haya sido ese tubo de hielo con colorante que se vendían afuera de los colegios. Se les chupeteaba con fuerza hasta dejar insípido al pedazo de hielo que en una buena tarde veraniega servía de proyectil o para metérselo por la espalda a algún amigo.
A muchos nos haría correr nuevamente el sonido de las campanillas del heladero y su triciclo. Desde su interior salían esos helados en palitos, duros como palo y con el papel que los envolvía pegoteado por el azúcar. Ese golpe de piña o naranja nos daba a los niños energía atómica que hoy no calificaría ni para sello negro.
Quién no chupó el loly hasta las últimas consecuencias, chorreándose la pera o mucho peor, viendo como el último y mejor pedazo caía sobre la arena de la playa. Así el helado en palito forjó la personalidad de muchos chilenos que metódicos chupetearon el chocolito procurando dejar el chocolate para el último bocado. A veces, por llevar las cosas demasiado lejos, se deslizaba la delgada lámina y caía incontrolable hasta el suelo provocando la decepción total. La vida no es fácil.
Ahora bien, nada se compara al helado doble o triple y la infinidad de combinaciones de sabores que dan alegría hasta al paladar más torpe. Ese equilibrio precario de bolas de helado que se empinan sobre el barquillo, es el postre perfecto sin cubiertos. Es que el ser humano, de puro inteligente, no se detuvo al crear la refrigeración sino que también creó el monumento al individualismo: el helado en barquillo, donde imposible elegir una combinación equivocada, y si lo fuera, se la va a comer otro. Algo es algo.
Está muy de moda el helado con aceite de oliva que obviamente probé porque no hay nada que empeore con aceite de oliva. Incluso, ahora le ponen sal a los helados para atraer a individuos como yo, que somos más dados a las proteínas al sartén que al merengue.
Los dátiles se consiguen sin carozo en el supermercado y helados de excelente calidad sobran, al menos en Santiago. La combinación con helado de vainilla es muy buena, pero también funciona con helado de café o de chocolate con avellanas.
Ingredientes:
2 cucharaditas de aceite de oliva virgen extra de la mejor calidad que pueda conseguir
2 dátiles, sin hueso y cortado en 3 o 4 trozos c/u
2 bolas de helado de vainilla muy frío
Sal en escamas
En una sartén pequeña, caliente el aceite y los dátiles a fuego medio. Una vez que estén chisporroteando, apague el fuego.
Ponga las bolas de helado en un bol y encima agregue los dátiles y todo el aceite que quede en el sartén. Agregue una pizca de sal en escamas y cómaselo lo antes posible. ¡A gozar!
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Algo es algo: ¡Adiós al 24! Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/wapCae9kb8
— Ex-Ante (@exantecl) December 27, 2024
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