Nicolás Mastrillo, que se convertiría en provincial jesuita del Perú, estaba sentado frente al jefe de la comunidad indígena de Andamarca, en las montañas al centro del país, casi al término del siglo XVI. Compartían alegremente un banquete bajo los árboles, ofrecido por los indígenas a Mastrillo y a su acompañante misionero, que después de varios días de caminar en la selva, habían llegado a destino para convencer a la comunidad que se convirtieran al catolicismo.
Todo iba de maravillas hasta que uno de los indígenas miró a los invitados y dijo: “creo que estos hombres no son verdaderos sacerdotes, sino españoles disfrazados”. En ese entonces los códigos y modales entre jesuitas y españoles conquistadores eran tan distintos, que los indígenas los creían de razas diferentes. Tras el comentario amenazante una gota de sudor recorrió la frente del jesuita, los segundos parecieron minutos, el cura vio la película de su vida en un instante y otros lugares comunes que reflejan el terror del cura próximo a morir de un palo en la cabeza. La guata de Mastrillo se mantuvo apretada hasta que el jefe de la aldea señaló: “No. Deben ser sacerdotes porque están comiendo nuestra comida”.
Aliviado, Nicolás siguió comiendo y tomó nota que era mejor llevarse a la boca lo que le servían en señal de hospitalidad. Así, el cura tuvo mucho éxito en su empresa y en varias otras más en Sudamérica y murió feliz a los 83 años. Desde aquel entonces y también mucho antes, sentarse a la mesa y tragar sin chistar en medio de gestos de agradecimiento, ha sido condición básica para evitar malos entendidos y recibir el rechazo inmediato de una nueva suegra o morir a manos de un comensal con el que no se tiene demasiado en común.
Los españoles que vinieron a la conquista añoraban el pan blanco de España y sólo ante el hambre profunda, que era frecuente, se comían lo que podían arrebatar a los indígenas. Esa relación nunca fue buena y lejos de malos entendidos, los indígenas comprendieron muy bien que no había intención distinta a provocarles la muerte. No comieron juntos ni menos disfrutaron el sano carrete reparador de relaciones. Se mantuvieron por siglos como el agua y el aceite.
A nosotros los cocineros no da mucha pena y frustración este tipo de relaciones porque uno se la pasa justo en lo contrario. Contreras y persistentes, no solo nos atrevemos a sentar a la mesa a desconocidos sino que además tomamos el batidor de alambre y unimos cosas como huevos y aceite de oliva para crear las más bellas emulsiones como sabayones, vinagretas, beurre blancs, mayonesas y salsa bearnesas, que aunque inestables, alcanzan a llegar unidas a nuestra boca y provocar el disfrute colosal.
Hay veces, eso sí, que uno agradece que el aceite rechace al agua, como cuando al lanzar unas papas o un pescado al aceite caliente, todas esas burbujas que revolotean en la olla son las partículas de agua que arrancan despavoridas ante tanto calor y nos dejan con preparaciones crujientes por fuera e interiores tiernos y a punto. De tanto en tanto uno no anda para tonteras.
Hoy en día las cosas parecen no haber cambiado mucho desde los tiempos de la conquista, sobre todo cuando se trata de relaciones irreconciliables como la de Israel e Irán, Donald y Kamala, o Manuel y la verdad. Así las cosas, los cocineros de hoy tenemos una misión reparadora: convocar gente a la mesa y aunque sea por un rato, juntar el agua y el aceite. Algo es algo.
Los garbanzos y las anchoas son amantes inseparables que resisten cualquier desavenencia. Son todo lo opuesto al agua y el aceite. Cuando use el procesador no lo haga por demasiado tiempo porque quedará una pasta suave y esa no es la idea. No hace falta agregar sal porque las anchoas son lo suficientemente saladas.
Ingredientes
400 g de garbanzos cocidos de frasco o tetra pack
10 filetes de anchoa
el jugo de 1/2 limón
1 puñado de perejil picado
1 cucharada de tahini
1/2 cucharadita de pimienta
4 cucharadas de aceite de oliva
Baguette o el pan de su gusto
Drene los garbanzos, pique las anchoas y mezcle en un bol. Agregue el jugo de limón, la mitad del perejil y el tahini. Agregue 1/2 cucharadita de pimienta recién molida y ponga todo en un procesador, con un poco de aceite de las anchoas y/o aceite de oliva hasta que se forme una pasta gruesa. Una vez lista la mezcla tueste pan, agréguele un poco de aceite de oliva y encima un poco de perejil picado. Sirva de inmediato y ¡a gozar!
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Algo es algo: Chiloé, always surprising. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).
— Ex-Ante (@exantecl) October 26, 2024
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