Cuando en noviembre del año pasado Donald Trump le ganó fácilmente a Kamala Harris, y supimos de su segundo mandato no consecutivo, sabíamos que rediseñaría nuevamente el mapa global. Con su retórica y comportamiento en las tres campañas que lo pudimos observar y analizar, era seguro que nada cambiaría, sin embargo si lo hizo.
Ya en su primera administración marcó un quiebre con el establishment republicano tradicional, aunque de forma moderada, ya que incorporó una que otra figura relacionada con los actores históricos de ese partido. Ahora, en este segundo mandato, marcó una ruptura completa. Tenemos un Gabinete más identitario del trumpismo. Pero ¿qué significa este cambio? ¿Qué riesgos y oportunidades plantea? Al analizar estos movimientos, emergen conexiones con tendencias más amplias del populismo contemporáneo, las dinámicas generacionales, y las mutaciones de las élites económicas y culturales en Estados Unidos y el mundo.
El primer gabinete de Trump reflejaba un intento de conciliación entre las expectativas del Partido Republicano y la necesidad de integrar figuras destacadas del establishment para legitimar su administración. Contó con nombres como Rex Tillerson en el Departamento de Estado o James Mattis en Defensa, tenían algo de currículum pero a la vez de cercanías con Trump.
A la vez designó a otras figuras como a Nikki Haley como embajadora ante la ONU algo que reflejaba aún lazos con la institucionalidad republicana. Sin embargo, esta estrategia resultó en fracturas internas y renuncias notorias, exponiendo la tensión entre pragmatismo y lealtad. En esto, por supuesto él fue figura central, ya que presionó hasta el final a muchos para llevar adelante sus ideas. En esta oportunidad, en su segundo mandato, más que aprender la lección, Trump sabe que es su última oportunidad y es su golpe definitivo para quebrar con el antiguo partido. El gabinete actual priorizó la afinidad con el “relato Trumpista” y la lealtad incondicional, y lleno de figuras con antecedentes polémicos.
Esto sugiere una administración más centralizada, menos interesada en compromisos bipartidistas y más enfocada en ejecutar sin fisuras la agenda del presidente. Desde una perspectiva crítica, este diseño también reduce los espacios de diálogo interno, aumentando el riesgo de políticas unilaterales y polarizadoras, e incluso por qué no negacionistas en cuestiones vitales como las políticas sanitarias y medioambientales.
Con todo, tal vez lo que más está llamando la atención sea el giro hacia la denominada tecnoelite o tecnoligarquía. Durante gran parte del siglo XX, la clase empresarial estadounidense estuvo dominada por industrias tradicionales como la automotriz, la manufactura y el petróleo. La élite empresarial emergente en el siglo XXI, sin embargo, se centra en la tecnología, con figuras como Elon Musk, Mark Zuckerberg o Sundar Pichai liderando sectores de alto crecimiento e influencia cultural. Las nuevas industrias tecnológicas no solo mueven de forma virtuales enormes cantidades de dinero, transformando a sus líderes en actores más importantes que un jefe de Estado, sino que tienen una influencia cultural sin precedentes. Trump parece haber reconocido esta transición, alejándose de las élites industriales tradicionales que dominaron su primer mandato.
La figura de Elon Musk, ya sabemos que va más allá de su cargo en el Departamento de Eficiencia Gubernamental. La influencia en Trump ya tiene consecuencias concretas, y se perfila como un socio clave que mezclará política con negocios. Su visión tecnoutópica, combinada con un discurso disruptivo y ocasionalmente conservador, lo convierte en un aliado natural para un proyecto político como el de Trump.
Por su parte, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg, aunque pueden ser considerados más distantes ideológicamente, parecen haber encontrado en esta administración un espacio para negociar políticas fiscales y regulatorias favorables. Saben que el Estado no tiene las tecnologías que ellos sí, pero tienen los fondos financieros.
Las plataformas tecnológicas controlan tanto la economía digital como la infraestructura de comunicación. Para Trump, asegurar su apoyo podría significar mayor control sobre narrativas mediáticas y acceso a herramientas cruciales para su agenda. Esta alianza simboliza el reemplazo de la vieja clase industrial con una élite tecnológica que no solo domina el mercado, sino que también moldea el imaginario cultural de las nuevas generaciones. La influencia de las redes sociales no tiene límites en generaciones jóvenes, un grupo que son cada vez más reticentes con la política, aunque no solo queda en ese sector sino también en los mayores. Por último, Silicon Valley encarna el éxito y la innovación, valores que resuenan entre votantes jóvenes y emprendedores. Trump podría estar utilizando esta conexión para fortalecer su atractivo generacional.
Existen riesgos de una alianza entre populismo/radicalismo y capitalismo avanzado. Si bien el populismo busca erigirse como la voz del pueblo contra las élites, esta relación con los gigantes tecnológicos sólo aumentará el volumen de esa voz. La convergencia entre la administración y las empresas tecnológicas podría intensificar la concentración de poder económico y político en pocas manos, debilitando los contrapesos democráticos. La influencia de las tecnológicas sobre la narrativa pública plantea riesgos para la transparencia y la equidad en procesos democráticos, especialmente en un contexto donde la moderación de contenidos digitales sigue siendo un tema central.
El segundo mandato de Trump redefinirá nuevamente las dinámicas de poder en Estados Unidos y el resto del planeta. Puede una vez más ser un modelo que buscarán repetir en sus propios países. Sin embargo, la verdadera incógnita radica en estas nuevas dinámicas, especialmente con la élite tecnológica, en términos de si representarán un cambio estructural en la política estadounidense o si serán una anomalía de un proyecto político efímero. En palabras de Timothy Snyder, “el autoritarismo moderno no se construye sobre los escombros de una sociedad en ruinas, sino en las grietas de una democracia aparentemente funcional”.
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