-Tu libro “¿Qué hacer con Dios en la República?” (2008) fue elegido el mejor texto sobre Chile de los últimos 24 años. ¿Cómo recibes esta noticia?
-Me impresionó. No lo esperaba. Es un libro de lectura y escritura sencilla, pero es a la vez un libro que tiene mucho oficio, mucha investigación y que me obligó a estirar mi imaginación al máximo . Es un libro que ha hecho un camino lento y permanente. Y es el que más quiero.
-¿Cuáles son los costos de una investigación que tardó varios años?
-Me demoré diez años. Porque es de una factura compleja. Estudia la secularización en Chile en el siglo XIX y debate con las teorías clásicas de la sociología de la secularización que proponían que la religión sería un asunto privado. Trata de demostrar que es una teoría europea pero no universal, porque prueba a ras de tierra cómo el catolicismo cambia su inserción en el espacio público moderno, propio del estado liberal representativo, en que la legitimidad pasa de la religión a la soberanía popular.
-¿Cómo describirías ese proceso?
-El texto va entremezclando en cada dominio los debates políticos sobre la laicización del estado con las prácticas religiosas que cambian en el período, adaptándose a estas nuevas reglas de convivencia social. Por ejemplo, si las procesiones deben pedir autorización a la Intendencia, o qué pasa cuando se lleva la hostia sacramentada para darla a los enfermos y las personas ya no se hincan ni los carruajes dejan de pasar.
-El libro describe la diversidad de maneras de expresar la religiosidad.
-Estudia cuántas formas de culto hay en la ciudad, quiénes van, cuántas veces suenan las campanas y cómo las cofradías organizan sus novenas y misas fúnebres, cómo pagan los asientos para ser miembros. Y examina el abandono de la institucionalidad religiosa en el campo, además de los larguísimos debates sobre la secularización de los cementerios junto a las prácticas mortuorias y sus profundos cambios en el siglo.
-¿Qué encontraste en ese ámbito?
-No existía el ataúd. Me demoró un buen tiempo darme cuenta que solo llevaban mortajas y que los huesos se confundían todos con todos. Y no importaba porque la solidaridad entre los vivos y los muertos estaba en ayudarlos a llegar a la vida eterna y por tanto enterrarlos en terreno sagrado para que resucitaran en el “lugar correcto” el día de la resurrección de los muertos. Y cómo va apareciendo la tumba propia con TU muerto y los problemas que genera ese espacio sagrado cuando se trata de un mausoleo en un nuevo cementerio que vende sus nichos.
-¿Cuáles son tus conclusiones?
-El libro concluye que la Iglesia Católica reconfiguró su participación en el espacio público, que el culto se hace más privado. Y lo más importante es que la secularización del Estado no significó una descristianización. Por el contrario, el culto religioso se extiende en el territorio.
-¿Cómo se mide la religiosidad de un país?
-En una sociedad católica, es muy difícil medir su “religiosidad” porque está dada en la vida cotidiana. Los sacramentos del bautismo, matrimonio y muerte tenían carácter civil por lo cual es una medición que no sirve. Revisando miles de libros parroquiales en los campos y en la ciudad, de repente me doy cuenta que aparece mezclada con mucha otra información un dato fúnebre que no era civil sino estrictamente religioso: se aclaraba si moría oleado y sacramentado, es decir que había recibido la confesión y la extremaunción. Eso me armó el cuento.
-¿Cómo organizaste la investigación?
-Con mi equipo de estudiantes nos fuimos a todas las parroquias de Colchagua y de Santiago y la información la medimos en un lapso de 40 años. El resultado es inverosímil: en esa sociedad jerarquizada de tanto contraste, tanto los ricos como los pobres, los del campo y de la ciudad, los hombres y las mujeres, los niños y los adultos mueren sacramentados. Lo que finalmente esa sociedad sí comparte es la creencia y la necesidad de salvarse en la vida eterna.
-¿Cómo encaras el oficio de historiadora? ¿Te parece demasiado solemne o distante?
–No lo había pensado. La soledad del archivo es solemne, creo. Y vivir en varios tiempos paralelos que se iluminan entre sí, tanto como se oscurecen, quizás lo hace un oficio un tanto ubicuo.
-Escribiste una “Historia de la Educación en Chile”. ¿Sientes que la educación pública está abandonada?
-La historia de la educación chilena no es una “success story”, pero podría haber sorteado la tremenda y necesaria crisis que significó su masificación y democratización a partir de los ’60. Como muchos aspectos en nuestra historia, la velocidad de los cambios debilita su densidad.
-¿La educación ha sido parte de experimentos ideológicos en Chile en el último medio siglo?
-Creo que la política educacional del régimen militar fue tan “desde arriba” que dislocó un rol social de la escuela que hoy sabemos tan importante para el aprendizaje. Y el otro momento amargo es haber privilegiado la educación universitaria a la escolar en los últimos años.
-Hay un debate sobre el sueldo de los académicos…
-No soy experta en el tema, pero es necesario afirmar su dignidad y su autoridad con sueldos que se lo permitan. Les pedimos a los profesores que lo sean ojalá toda su vida laboral en un contexto de empleos cambiantes y heterogéneos.
-¿Qué opinas sobre el abandono de los colegios emblemáticos?
-El fin de los liceos emblemáticos tiene una gravedad mayor, muy mayor. No tendremos una élite socialmente plural. Cuando el conjunto de la educación es de calidad, entonces la selección puede no ser relevante, pero no es el caso. Soy partidaria de establecer de manera territorial equitativa liceos con selección que nos asegure que los mejores alumnos entrarán a la universidad y a las carreras más relevantes en la toma de decisiones de la sociedad.
-Eres la única mujer que ha ganado el Premio Nacional de Historia. ¿Has sentido cierto recelo en un mundo eminentemente masculino?
-No… ¡Ya estoy vieja para eso!
-¿Crees que es necesaria una rectora en la UC? ¿Estás dispuesta a asumir ese desafío?
-Paso.
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