Si bien estamos ad portas de las elecciones más inciertas desde la restauración democrática —casi cualquier cosa puede ocurrir el domingo—, para aquilatar la crisis de la centroderecha basta reparar en que la sorpresa no sería que su candidato quede fuera del balotaje, sino que alcance la segunda vuelta.
Este cuadro, impensable poco tiempo atrás, se suma a la frustrante elección de convencionales y a la pérdida del tercio en el Congreso por parte de La Moneda. Todo esto ha llevado a moros y cristianos a advertir lo obvio: el pacto gobernante sencillamente se desfondó.
La pregunta ineludible es cómo se explica que, a pocos años del histórico triunfo frente a Alejandro Guillier, este sector se haya deteriorado a tal nivel. Para intentar responder esta interrogante es indispensable ir más allá de la coyuntura y examinar la trayectoria del oficialismo en el Chile posdictadura.
Después de todo, en su trágico momento actual confluyen una historia corta (el piñerismo), y una herencia de más largo aliento (el proyecto chicago-gremialista). En esta primera entrega revisaremos el antecedente más inmediato de la crisis: el legado de quien —todo hay que decirlo— anticipara idílicamente un mandato de ocho años para su coalición.
Más que “piñericosas”
“Hay tres cosas que se necesitan para ser Presidente: venir del centro, llamarse Sebastián y ser independiente”. Según trascendió a la prensa desde los pasillos de Palacio, esa era la frase que repetía con orgullo el presidente Piñera luego de la victoria de Sebastián Sichel en las primarias.
Desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes, pero lo menos que puede decirse es que la anécdota no envejeció bien. En rigor, el hecho manifiesta uno de los rasgos distintivos del piñerismo (aunque también de la izquierda octubrista): la confusión entre volubles mayorías electorales e inexistentes mayorías culturales o sociológicas de más arraigo y permanencia en el tiempo.
Un claro ejemplo de esto fue la desorientación que afectó al oficialismo —no sólo a Piñera— después del balotaje de 2017. Con demasiada rapidez el malestar social pasó a ser entendido como un invento de ideólogos afiebrados o entreguistas; el proyecto de la clase media protegida —el emblema de la campaña presidencial— dormiría luego el sueño de los justos; la preocupación por la coalición fue ignorada en desmedro de los cuadros de Avanza Chile, no obstante Piñera venció a Guillier flanqueado de Kast a Kast; y así.
No es exagerado afirmar que esta borrachera electoral afectó de modo decisivo el retorno de la centroderecha al poder, en lo que podría ser leído como una síntesis de la tragedia piñerista: un talento para ganar elecciones inversamente proporcional a la aptitud para gobernar y conducir políticamente al país.
En los albores del gobierno actual, el fenómeno se tradujo en el veloz e inconsistente salto desde la utopía de una segunda transición a la narrativa y el nombramiento de un gabinete sin complejos.
Si un día predominaba la nostalgia por el diálogo y los acuerdos noventeros, al otro se designaba en Educación —la cartera más conflictiva de las últimas décadas— a un abogado y columnista conocido en la esfera pública fundamentalmente por su veta polemista y libertaria.
De paso, se desconocían las promesas no sólo relativas al ámbito social, sino también a la dimensión cultural (y así, por ejemplo, el cambio de sexo registral de los menores de edad pasó a ser una piedra angular del legado). Si se quiere, el pragmatismo sin contenido propio fue el único sello que alcanzó a cultivar esta administración en sus días de paz.
Y esos días se esfumaron. Como es sabido, el mayor elenco de dificultades, vacilaciones y silencios —la principal desconexión con su electorado y con la ciudadanía en general— se observó en los días previos y posteriores al 18 de octubre de 2019. Desde las invitaciones a madrugar y a comprar flores hasta las supuestas conspiraciones extranjeras y una inolvidable pizza con Santiago en llamas, lo cierto es que Piñera y su equipo nunca lograron dar con el tono adecuado.
En una clara demostración de que era ingenuo asumir que “las ideas ya están” y que sólo faltaba comunicarlas mejor, en la hora decisiva los diagnósticos, categorías e iniciativas pertinentes brillaron por su ausencia. Ni transformaciones sociales desde el propio ideario, ni control exitoso del orden público, ni anticipación de la agenda constitucional. Mal que nos pese, los anuncios tardíos e ineficaces fueron la tónica de esos días.
Vacío de facto
Por supuesto, ninguno de estos inconvenientes responde sólo a los errores del oficialismo. Siempre se podrá argumentar que la oposición fue hostil e incluso antidemocrática. Y también podría argüirse —parafraseando a Maquiavelo— que la Fortuna se ensañó con el Presidente: a la crisis política y social se le sumó la pandemia del coronavirus, con sus repercusiones sanitarias y económicas.
Pero si desde antaño el arte de gobernar ha sido comparado con la conducción de un barco es, entre otras razones, porque las tempestades sociales y políticas son inherentes a la condición humana. Es precisamente ante esas coyunturas que el piñerismo fue incapaz de ofrecer hojas de ruta, prioridades definidas, caminos de solución; en fin, inhábil para articular tanto a su coalición como al país.
El mejor ejemplo es el hito que dentro de las filas gobernantes ha sido destacado como el instante más noble de esta administración: la convocatoria al diálogo efectuada en cadena nacional, en medio de la angustia provocada por aquella violenta jornada del 12 de noviembre de 2019.
Sería difícil refutar que en esa decisión de retirarse subyacía una intuición correcta: a esas alturas, cualquier atisbo de salida institucional no pasaba por la figura presidencial.
Pero esta constatación —que en la peor crisis desde el retorno a la democracia la contribución de Sebastián Piñera consistiera básicamente en dar un paso al costado— revela de modo inequívoco el vacío de poder que llegó a producirse bajo este gobierno.
Lo que siguió después puede ser interpretado como el efecto lógico de haber renunciado a la conducción política que se demanda al portador de la piocha de O’Higgins. Y el resultado final de todo esto tuvo ribetes de pesadilla: Piñera I, con sus múltiples defectos, fue bastante más aceptable que Piñera II.
Con la (valiosa) excepción de la vacunación masiva, el Gobierno actual no estuvo ni remotamente cerca de cumplir las expectativas que el propio oficialismo se encargó de inflamar.
Sería injusto, con todo, reducir a la persona del actual Presidente los puntos ciegos de la centroderecha. Más allá de sus evidentes responsabilidades en la decadencia del sector, la falta de virtudes y categorías propiamente políticas remite a una historia de más largo aliento. Es lo que analizaremos en la próxima entrega.
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