¿Qué relación tienen los malestares recientes de la sociedad chilena, las frustraciones y congojas que en octubre de 2019 habrían estado en el origen del estallido social, con la ‘Constitución de Pinochet’? ¿Cómo fue posible que una enorme mayoría de chilenos terminara validando esa aparente conexión y abriera las puertas a un inédito proceso constituyente? ¿Por qué el presidente Piñera terminó entregando a sus opositores la Constitución como si fuera un ‘botín de guerra’, con la ilusión de aplacar la violencia y restablecer el orden público? ¿Era la todavía vigente Carta Magna la causa y el objetivo de las protestas iniciadas aquel histórico 18 de octubre?
La verdad es que nada hay que pueda validar esa inefable conexión, salvo los dramas y traumas acumulados a lo largo de décadas por la izquierda chilena; una intrincada estela de derrotas consumadas en el devenir del último medio siglo.
En los hechos, fracasos rotundos sublimados por triunfos escasos que, como era esperable, nunca lograron aquietar los espíritus. Y que en el actual momento histórico han vuelto a la carga, buscando consumar un sueño inconcluso y una revancha pendiente, sin importar los costos que ello tenga para el país y los sectores más vulnerables.
Entre convicciones ideológicas resistentes a toda la evidencia acumulada en el planeta y la obsesión por dejar atrás el velo de la derrota, las distintas vertientes de la izquierda chilena se lanzaron en octubre de 2019 tras la instalación de una impresionante premisa y un estratégico objetivo: convencer a la mayoría del país de que el estallido social fue una revuelta en contra de la institucionalidad y ‘el modelo’ impuesto por Pinochet, es decir, que la herencia de la dictadura habría sobrevivido más o menos intacta durante treinta años. Y que ahora, finalmente, los chilenos habían comprendido sus perniciosos efectos.
Pero la verdad es que esa herencia no sobrevivió: Chile es hoy un país muy distinto al de 1990 en todos los aspectos. Un país que creció y disminuyó la pobreza como ningún otro de América Latina, que tuvo en la democratización del consumo su principal vector de cambio cultural, que se insertó de manera ejemplar en un mercado de capitales cada día más globalizado, entre muchas otras cosas.
Un país, también, de grandes déficits, injusticias, abusos e inequidades, que al final fueron la gran coartada para descalificar los avances de las últimas décadas, y validaron la idea de que todo formaba parte de un legado que era imprescindible echar por la borda.
Con todo, esta construcción político-intelectual partió mucho antes del estallido social; en 2010 bastó la pérdida del gobierno, ver a la derecha entrar a La Moneda convertida en mayoría electoral, para que la Concertación, esa centroizquierda que condujo a Chile a los mayores progresos de su historia, abjurara de sus logros y se reconectara con sus viejos anhelos, los sueños frustrados por la imposibilidad de derrocar a la dictadura.
Así, el fantasma de una transición a la democracia hecha bajo las reglas del juego de Pinochet, volvía a la vida.
De algún modo, esa sensación de derrota clavada en el alma el día que la oposición tuvo que resignarse al plebiscito de 1988 como único camino para dar curso a la transición; esa frustración recubierta al final por un ‘silencio’ que terminó siendo el secreto mejor guardado de estos “treinta años”, fue lo que empezó a cuajar cuando la derecha finalmente llega al poder. Y termina de consumarse cuando el estallido social es decodificado como una violenta rebelión en contra del ‘modelo’.
Este es el vértice donde confluyen las dos grandes derrotas que marcaron a fuego a la izquierda chilena del último medio siglo: la caída de la UP y la imposibilidad de derrocar a la dictadura. Dos huellas que, como traumas constituyentes, estaban condenados a mantenerse vivos, impidiendo que los acontecimientos posteriores pudieran ser mirados a través de lentes distintos a los de su propia reafirmación.
En efecto, si todo lo que se había construido desde 1990 terminó haciendo posible que la derecha gane elecciones en democracia, entonces todo lo construido merece irse al tarro de la basura.
Esa es la razón que hace a la centroizquierda y a la izquierda reencontrarse en 2010 en la sala de máquinas de ‘la retroexcavadora’, ese dispositivo imaginario que debía iniciar la demolición del país de la transición, para empezar todo de nuevo.
Esta es la oportunidad histórica que el estallido social abrió nuevamente. Cuya primera etapa fue convencer a la mayoría de que todas nuestras frustraciones -pasadas, presentes y futuras- tenían una conexión atávica con la institucionalidad y el modelo impuestos por Pinochet.
Conexión imprescindible que quedaría articulada a partir del triunfo abrumador de la opción Apruebo en el plebiscito de entrada al proceso constituyente. Reafirmada, luego, en el también exitoso resultado que las fuerzas de izquierda obtienen en la elección de los convencionales. Y que termina de ponerse en juego en las elecciones presidenciales y parlamentarias de este fin de semana: momento estelar de una victoria largamente esperada, contra un pasado de frustraciones y fracasos del cual el estallido social al fin habría hecho posible sacudirse.
Un horizonte de sueños postergados, de derrotas sublimadas, de realidades que no se resignan a los juicios de la historia. Y que hoy, a más de treinta años del retorno a la democracia, con Pinochet muerto y enterrado hace más de una década, la izquierda observa como la posibilidad de empezar a desanudar. El Chile de los vencidos, de los que no pueden dejar atrás el pasado y lo viven disfrazando de futuro. En un país donde la política no termina de ser una larga querella de cuentas pendientes.
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