Pamela Jiles y su marido Pablo Maltés han sostenido muchas veces que la farándula es ante todo y sobre todo política que no quiere llamarse así. Es decir que, a través de los romances, chismes e historias más o menos personales de los famosos, la gente común toma posiciones morales y políticas de profundo calado que no toma cuando se trata de políticos profesionales. El caso de la diputada Maite Orsini vuelve a la pregunta sobre esos límites difusos y complejos que nunca han estado menos claros entre la política y la farándula.
La vida sexual o sentimental de un diputado o senador, o presidente no tiene por qué ser un asunto político, o al menos algo que deba ventilarse en las páginas de política de un diario. ¿Qué hay de político en todo este asunto? ¿El uso apurado de la autoridad para defender a su pareja? ¿La persecución de las manadas del periodismo patriarcal hacia una mujer que no ha cometido más pecado que ejercer su libertad? Estas dos preguntas son importantes pero no sé por qué me interesan, mucho menos que el hecho de que Maite Orsini sea parte del corazón mismo del Frente Amplio.
Por supuesto Maite Orsini es alguien particular, muy particular en la política chilena, y única e irrepetible en su partido. Pero siento que representa también un cierto movimiento pendular de ida y vuelta entre la farándula y la política que explica mucho de los que nos ha pasado. Porque después de todo fue en los reality donde vimos por primera vez a los hermanos grandes de Boric, Jackson y Vallejo, pelear, amar, competir, creer y dejar de creer para ser “protagonistas de la fama”. La primera imagen de esta nueva generación vino de la mano de Ballero, Bono, Pope, Garcés, Edmundo Varas y mejor que nadie, la propia Maite Orsini, actriz desde los seis años, linda, coqueta pero también altanera y distante. Rompe corazones de un mundo sin corazón que de pronto en la universidad descubrió la política y los políticos, y quiso hacer de Chile un país más justo y solidario.
Chile cambió dijimos todos, y en alguna manera parecía que había pasado de la pubertad a la edad adulta, sin pasar por la adolescencia. Maite Orsini era el ejemplo mismo de esa metamorfosis. Así, ante los ojos de todo paso casi sin transición del reality a la realidad, con pañuelo verde en el puño izquierdo en alta, y la mirada dura y retadora de quien sabe siempre que hay que pensar y cuándo y cómo hay que pensarlo.
Esa certeza dura y vigilante, llena de frases hechas y de ironía dura contra los machos patriarcales es parte de lo que no se le perdona ahora que la vida, y sus contradicciones, se asoman nuevamente. Es eso lo que la gente ama en la farándula y no encuentra en la política: las contradicciones de la vida misma. Aunque muy lejos de acercar a la gente, la misma farándula se apura en dejar en claro que quienes participan en ella son de otra especie de seres humanos. Humanos demasiado-humanos que merecen todo nuestro amor cuando se los ama y todo nuestro odio, irracional, salvaje, descomedido, como el que está sufriendo la diputada ahora en las redes sociales.
El peligro de la farandulización de la política reside justamente en que la farándula mueve algunos afectos que la política no debería ser capaz de mover. Es eso lo que le interesa a los Jiles o Parisis o Trump. Amar u odiar a un diputado porque se enamora no debería ser ni necesario ni posible. Debería importar las leyes que aprueba o no. Pero estas leyes de manera invariable se ven manchada por una foto, un reportaje, una moda, y así tienen nombre de persona, o dicen en inglés lo que ya está dicho en castellano o exageran las penas o legislan problemas que aún no existen.
La diputada Orsini puede servir de ejemplos de muchas de esas taras. Pero no está sola, ni podría estarlo. No hay diputado ni senador que no haya intentado ser intensamente inolvidable en algunos de los matinales de turno. No hay partido o colectivo que no haya caído en creer lo que no creen y decirlo hasta cansarse. Los retiros y la delirante política en torno el COVID son ejemplo de ellos. Ejemplos de la que ha sido parte la generación más preparada y educada de la política chilena.
¿Podía evitarlo? En parte si, en parte no. Se puede sacar a Jill de Brooklyn, pero no a Brooklyn de Jill. Al final la política y la farándula beben en la misma fuente, la de la belleza, la de la juventud, la de las fuerzas, esas mentiras que necesitamos para vivir pero que muchas veces nos matan. La verdad no solo no es bella, sino que a veces es aburrida. Pero ¿se puede ser hoy en día un político aburrido? ¿Se puede renunciar al glamour y la belleza, la fama, la juventud, el brillo de lo que no es oro, pero brilla mejor que el oro mismo?
Esa contradicción, la del narcisismo negado, de la vanidad castigada, creo que está en el centro de la esencia de la nueva izquierda (y la nueva derecha si la hubiera). Es lo que la hace intensamente contemporánea porque ahí reside una de las tragedias de nuestra época: Nos guste o no exponernos, estamos expuestos. Nos guste o no mostrarnos, nos muestran en Facebook, en Tinder o en LinkedIn. Los que gozan y sufren en ese deber de ser visto son nuestros héroes y cuando se caen, nuestros villanos. En rigor son solo metáforas de nuestro mismo dolor, de nuestro mismo placer.
En la sociedad del espectáculo, explicaba Guy Debord, el espectáculo no es una metáfora de la realidad, sino que es la realidad misma. El reality no es un espejo de la vida, sino que es la vida la que es un espejo del reality. De ese laberinto, en que estamos todos encerrados solo se sale siguiendo el hilo de Ariadna. Temo que de tanto tensarlo lo hayamos terminado por cortar.
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