Todo indica que el presidente ha sido víctima de una acusación sin sentido, proveniente de alguien que parece haber perdido contacto con la realidad. La impericia —una mezcla de apresuramiento y tardanza, de secretismo y falta de discreción— con la que se ha manejado el caso es ya una marca registrada del “segundo piso”.
Pero, más allá de esto, el caso, o la ausencia de caso, pone en duda, o al menos cuestiona, uno de los lugares comunes más socorridos de la generación del presidente: la idea de que siempre hay que creerle a la víctima, entendiendo por víctima, siempre, a quien denuncia. Una convicción que tiene otra formulación más conocida, aunque igualmente endeble, en el famoso: “Amiga, yo te creo”.
Analizada fuera del contexto histórico en el que nació, la frase se anula a sí misma. Si no le crees de entrada a tus amigas, entonces no es tu amiga. A las amigas, por cierto, uno siempre debería creerles. La base de la amistad está en la fe de que tus amigas no te mienten.
Pero la frase “Amiga, yo te creo” no es tan ingenua o naïf como suena. Más que un susurro o un suspiro, es un grito que era necesario escuchar. Surge como respuesta a la sempiterna falta de credibilidad otorgada a las mujeres en casos de abuso, violencia y acoso sexual. Durante décadas, el sistema judicial ha desestimado las denuncias de mujeres, sometiéndolas a procesos humillantes en los que exponen sus cuerpos y sus almas, sin que los fallos estén a la altura de ese sacrificio.
Frente a esto, creer a las víctimas no es solo una cuestión personal, sino un acto político que busca equilibrar una balanza históricamente inclinada. “Amiga, yo te creo” es una petición de un principio mínimo que posibilita, precisamente, la amistad, que es la forma más acabada de amor. Pero, por naturaleza, los jueces, los fiscales o incluso los abogados defensores no son tus “amigos” y, por lo tanto, no tienen ningún deber de creerte o no. Incluso se podría llegar a pensar que tienen el deber de no ser tus amigos y no creerte ni dejar de creerte.
Es contra esa supuesta imparcialidad, esa impersonalidad del derecho, contra lo que se han rebelado algunas ramas del nuevo feminismo. Su rebelión, por cierto, nacía de una constatación perfectamente lúcida: las leyes las hicieron hombres; los jueces, muchas veces, también solían ser hombres, incapaces de comprender lo que sufre una mujer violada o abusada. ¿Qué se hace frente a esto? Cambiar las leyes e integrar más mujeres en los espacios donde se escriben y se interpretan las leyes ha sido parte de lo que se ha intentado, con desigual éxito hacer. Se puede y debe pedir más en este sentido, como escuchar más y más relatos de ese dolor.
Otros han ido más lejos, y han querido exigirles a los jueces, a los gobiernos y a las universidades lo mismo que se les puede exigir a los amigos: que te crean porque te quieren. Todo este nuevo sistema de pensamiento generacional se basa, precisamente, en esto último: el dolor siempre es creíble e innegable. Siempre merece ser consolado, es decir, querido. Ese dolor, querible de por sí, creíble de por sí, tiene que tener un causante que merezca ser condenado, porque solo su condena puede acabar con el dolor.
La mujer que cree que el presidente la persigue, o más bien, que cree que no la persigue lo suficiente, es dueña de un dolor innegable. Sus amigos, porque son sus amigos, creen en su dolor. Uno de esos amigos creyó tanto en el dolor de su amiga que presentó una querella basada en hechos improbables. En su relato, su defendida era la víctima, por lo cual, como el mismo presidente nos explicó a todos en una conferencia de prensa, “nuestro deber es creerle”.
Siguiendo esta misma lógica, el presidente y su segundo piso le creyeron a su amigo Monsalve, quien seguramente se presentó a sí mismo como una víctima aquella famosa tarde de martes. Y, como siempre hay que creerle a la víctima, sus amigos le creyeron y lo mantuvieron en su puesto, a cargo de las policías y las cámaras de vigilancia del país.
Los infinitos ejemplos que demuestran lo profundamente inaplicable que es, en la vida práctica, la idea de que se debe creer a la víctima antes de saber si realmente lo es, no importan demasiado. La frase de que nuestro deber, el del Estado, el de la justicia, es creerle a la víctima, al igual que el eslogan “Amiga, yo te creo”, proviene de otro universo mental distinto al del derecho o la justicia. Tiene más que ver con una posición ante el mundo, una donde prima la amistad, la creencia, el abrazo, la complicidad, la empatía, sobre cualquier otra consideración, incluida, y en primer lugar, la razón.
Al feminismo de los años sesenta y setenta lo obsesionaba la liberación de la mujer: su emancipación sexual, laboral, intelectual y política. Esa misma emancipación, que tanto bien hizo a las sociedades que comenzaron a vivirla, dejó tras de sí regueros de matrimonios disueltos y niños obligados a crecer antes de tiempo. Fue desde ese mundo —de niños violentados, abusados, abandonados— que nacieron gran parte de los conceptos del nuevo feminismo.
Conceptos como la “revictimización”, evidentes y claros en un niño abusado, pero más brumosos o matizables en un adulto, quien puede, como lo hicieron millones de víctimas del Holocausto, a través del testimonio pueden recobrar parte de la dignidad que quisieron arrebatarle.
Los niños no pueden defenderse, ni deberían tener que hacerlo. Son víctimas siempre en el sexo. Las relaciones de poder son siempre asimétricas. Pero nada de eso es tan simple con los adultos. Y las mujeres son adultas, quizá incluso más que los hombres.
Ser adulto es ser responsable de tus actos, incluso de los que no cometiste; responsable de tu país, de tu familia; dueño de tu placer y de tu dolor. Ser adulto es ser libre y, a la vez, estar atado a todo. Es inventarse un “yo” que comprende un “tú” y se funde en un “nosotros”. Es una aventura peligrosa y tremenda sobre la que cada vez tenemos menos noticias, menos entrenamiento, menos posibilidad de volver.
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