Los cincuenta y tantos minutos de la conferencia de prensa del Presidente Boric al comienzo del caso Monsalve marcaron un antes y un después en la historia de la comunicación política. Un momento inaudito e inesperado sobre cómo un presidente enfrenta una crisis, o cómo una crisis enfrenta a un presidente.
Solo el general De Gaulle podía dar conferencias de prensa tan largas como la de esa mañana en Lampa, aunque era evidente que lo hacía dominando a los periodistas con una maestría única. El 18 de octubre fueron los periodistas quienes dominaron la agenda del presidente de tal manera que hasta lograron horrorizar en público a su jefa de prensa.
Todos los expertos en el tema quedaron al menos impresionados por la sinceridad suicida con la que el Presidente no se calló nada de lo que cualquier consejero más o menos racional le habría aconsejado callar. Se supuso entonces que este despliegue de datos, comunicaciones por WhatsApp y justificaciones contradictorias tenía la virtud, al menos, de escapar a cualquier planificación o estrategia. Nadie pudo dejar de pensar que el Presidente había cometido una tontería, pero tampoco nadie podía negar que esta le había salido del alma.
Hoy sabemos que la sinceridad no era del todo sincera, y que la falta de estrategia era también una estrategia. Una pésima estrategia, planificada por pésimos estrategas, pero una estrategia al fin. Una estrategia que no tenía por objeto salvar a un gobierno de las repercusiones de un sórdido caso de abuso sexual que involucraba el uso y abuso de todo el poder del Estado, sino cubrir de medias verdades y algunas francas mentiras a Gabriel Boric Font. No al Presidente de la República, que puede como todo humano equivocarse, sino al ciudadano Boric, que actuó durante días de manera personal e inconsulta, como si esto se tratara de los tormentos y dudas de un tío buena onda en estado de confusión o un amigo de la liga de fútbol.
Por lo que sabemos hasta ahora, los únicos en aconsejarlo en esos primeros momentos fueron eso también: “compadres”, amigos, cabros, hombres. El gobierno feminista presidido por un hombre heterosexual blanco de clase media alta siempre fue un lema vacío.
Nadie en su sano juicio esperaba un gobierno de “todes”, pero tampoco nadie podía esperar un gobierno que actuara en el primer escándalo sexual que lo sacude de manera completamente abierta y misógina. Es decir, que resolviera el problema entre hombres, creyendo solo la versión de los hombres y evitando, en lo posible, que las numerosas y poderosas mujeres que debían tomar cartas en el asunto lo hicieran a tiempo.
Ni la ministra Tohá, quien por primera vez se separa de la lealtad presidencial que tanto le ha costado, ni la ministra Orellana, quien creía que su amigo personal la escuchaba sinceramente, estuvieron en ese segundo piso que le dio a Monsalve pase libre para viajar al sur y seguir borrando evidencia a su antojo.
Quizás ellas, de haber sido consultadas a tiempo, habrían podido hacer ver a los cabros del camarín que no hay una mujer en Chile que no arrastre una historia de abuso sexual, desde la violación hasta las insinuaciones malévolas. Historias de abuso que hacen imposible demorar, esconder o aminorar el impacto que el caso Monsalve estaba llamado a costarle al gobierno.
Quizás, de haber consultado a tiempo a quienes debían ser consultados —la ministra del Interior, la de la Mujer o la vocera, por último—, el Presidente habría entendido que no había tiempo que perder y que, ante la necesidad de extirpar a tiempo el órgano gangrenoso, era irrelevante a quién se le cree y por qué.
Pero, de todas las aristas del caso, quizás la más impactante sea justo esa falsa sinceridad, esa falsa ingenuidad que es la marca de fábrica del Presidente. Eso de “lo voy a contar todo sin callarme nada”, pero contando otra versión distinta de la verdadera. Una versión que no siempre mejora del todo su actuación en esos días, sino que solo la confunde.
Quizás exagero al decir que la sinceridad del Presidente es falsa, porque creo que es sincera: tan sincera como todo lo que dijo en esos cincuenta minutos de conferencia de prensa. Tan sincero como lo que dijo ante el fiscal Armendáriz. Tan sincero como la creencia de que dijo lo mismo, a pesar de haber dicho dos cosas radicalmente distintas.
Sincero y valiente su apoyo a la democracia en Venezuela. Sincera su simpatía por la nueva izquierda española. Sincero su amor por Chile, sincero su asombro de gobernarlo. Tan sincero como los indultos y tan sinceros como los homenajes a Patricio Aylwin. Tan sincero como los gestos de cariño hacia los empresarios y tan sinceros como sus ocasionales retos a ellos.
Solo he conocido, en los actores —gremio al que me siento cercano en muchos sentidos—, esa facultad de vivir en un papel. De trasladar cuerpo y alma a los diálogos que otros escribieron para que tú los habites, los visites, viajes hacia ellos y en ellos hasta encontrarte con extrañas versiones de ti mismo.
Pero los actores tienen guionistas, dramaturgos. No salen al escenario, salvo honrosas excepciones, sin saber qué van a decir y por qué lo van a decir. Los buenos actores se preocupan de entender la lógica de sus personajes e investigar incluso lo que hacen sus personajes fuera de escena. Eso los protege de la esquizofrenia que resulta tener más de un yo a la vez.
Escoger un buen guión, una buena obra, un buen director es, para un actor, un salvavidas que distingue a los maestros de los aprendices. El caso Monsalve hizo visible esa ausencia total de guión o la presencia de muy malos guionistas, de personas que no entienden la historia, aunque quieran cambiarla o dirigirla. O quizás algo peor: la presencia de un actor que se escapa de la obra y piensa que no necesita texto y contexto alguno al que atenerse. Un puro personaje de Pirandello, el autor de la genial “A esta hora se improvisa”.
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