En cuanto imagen arquetípica y decantación de la experiencia psíquica de la humanidad, el perro cuenta con un simbolismo universal y variado.
Su figura como animal de compañía del ser humano está atestiguada desde el Neolítico.
En las mitologías, aparece asociado al inframundo, donde actúa como guía: el perro acompaña al difunto en su “viaje nocturno por el mar”, que expresa un proceso de muerte y resurrección desde las entrañas de la madre terrible. También aparece como guardián de los infiernos. Cerbero, monstruo con tres cabezas de perro, custodia las puertas del Hades.
Por otro lado, figura a los pies de representaciones de damas esculpidas en sepulcros medievales, como emblema de la fidelidad.
La fuerza de los instintos ha sido representada mediante fieras y animales salvajes. Los trágicos muestran a las Erinias, diosas de la venganza, de carácter infernal, como perros o serpientes. En la mitología griega y romana, hay escenas de desgarramiento y devoramiento por jaurías, de recién nacidos arrojados a los perros, y de sacrificios de perros.
En el Antiguo Testamento, es presentado como animal semisalvaje. Deambula por las calles y las afueras de las ciudades, alimentándose de despojos, carroña y basura. Lame sangre derramada y devora cadáveres tanto humanos como de otros animales, compitiendo con otras fieras. Debido a esto, era considerado inmundo e impuro ceremonialmente.
Además, está asociado a la prostitución sagrada y a la idolatría como prostitución, juzgadas abominables por los judíos. “Perro” designaba despectivamente al prostituto o hieródulo. La privación de sepultura y el despedazamiento y devoramiento por perros son anunciados por los profetas como ruina y castigo divino a la idolatría de Israel.
Los Salmos evocan imágenes de grupos de perros vagabundos y de persecuciones por jaurías, en la línea del todos contra uno, que Girard relaciona con la violencia ejecutada por multitudes homicidas.
En el Nuevo Testamento, su imagen señala tanto a los incapaces de apreciar lo santo como a los excluidos de la Nueva Jerusalén.
La descripción de la crucifixión como método de tortura, presentada por Pseudo Maneto (s. III d. C.), también incluye a este animal: “Castigados con los miembros estirados… Atados y clavados al palo en el más terrible de los tormentos, sirven de vil comida para las aves, de macabro pasto para los perros”.
Pero, tanto en estado salvaje como domesticado puede ejercer una violencia sin límites. En Chile, Ingrid Ölderock, destacada agente de la DINA, adiestraba perros para la tortura sexual de prisioneros durante la dictadura.
Negro Matapacos encarna una instintividad sin espíritu, maligna de suyo. Su imagen se remonta, a lo menos, a las protestas estudiantiles de 2011, en las cuales efectivamente participaba un quiltro negro que ladraba y violentaba a las Fuerzas Especiales de Carabineros, en medio de la multitud.
La proyección colectiva sobre este perro, fallecido en 2017, maduró hasta alcanzar su plenitud con ocasión de la asonada de octubre de 2019, y con el levantamiento de una escultura conmemorativa en su honor.
Identificado con la Primera Línea –ovacionada en el ex Congreso Nacional–, las barras bravas, el anarquismo y la izquierda lumpenizada y postmoderna que se place en su propio fango, Negro Matapacos se convirtió en estandarte e ícono unificador del octubrismo, y en el ídolo de la horda de perros entregada a la celebración extática de la barbarie.
Ahora bien, esta imagen no ha sido causa de los asesinatos de carabineros en escalada, concentrados en las últimas semanas, sobre todo, sino su prefiguración inconsciente. Debido a esto, era difícil de discernir o anticipar. La imagen de Negro Matapacos coincide significativamente no sólo con estos terribles sucesos, sino también con un estado de la psique colectiva chilena.
Era la manifestación, ya madura, de una epidemia psíquica, en términos de Jung. Esta imagen concentra lo más abyecto del octubrismo. Es su núcleo, en cuanto instintividad sin espíritu: un perro cuya esencia es matar carabineros, un perro asesino, pero en el marco de una victimización manipuladora largamente vociferada, que legitimaba la destrucción a mansalva.
Si acaso el único sentido rescatable de esta imagen haya sido su aparición misma, en cuanto objetivación concreta de dicha instintividad sin espíritu, cuya irradiación permanece como prefiguración latente de la guerra de todos contra todos, aunque susceptible de ser descifrada por la conciencia. Pues asesinar y exterminar a la policía, además de su impacto humano inmediato, son acciones e imágenes de una disolución activa de todo orden y sentido de los límites, conducente a la intensificación y consumación de la barbarie y la anomia encarnadas por este perro diabólico.
No era una imagen banal, ni una “construcción de realidad”, ni una “percepción” o “sensación”, ni una “narrativa” o “relato”, ni un “acto comunicacional”, dirigidos a desrealizar los hechos a discreción. Pero era más que una señal y una incitación a la violencia. Peor aún, era la actualización y la encarnación siniestras de una imagen arcaica real, subyacente al inconsciente colectivo chileno, en mayor o menor grado, que sólo es posible examinar a partir de sus trazas manifiestas, por muy fragmentarias que sean.
Quizás su impronta se vaya extinguiendo, a la luz de los duros acontecimientos actuales. Pero su documentación permanecerá como testimonio de la barbarie octubrista, cuya brotación se incubó desde dentro: una escalada de violencia en transformación, hasta su máxima realización y cumplimiento con el crimen organizado y sus lacras. Y una instintividad sin espíritu, cuyas oscuras emociones, que actúan como una avalancha ciega, no debieran ser menospreciadas, en cuanto a sus efectos catastróficos y aniquiladores.
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