El diputado PS Marcos Ilabaca lo resumió a la perfección: este gobierno iba a cambiar la constitución de Pinochet y terminó —aunque por razones que escapan a su competencia— consolidando su vigencia; iba a terminar con las Isapres y les tiró un salvavidas invaluable; iba a acabar con las AFPs y aseguró, en palabras del propio José Piñera, “larga vida al sistema de capitalización individual”.
Tiene razón el diputado Ilabaca al sentirse ideológicamente incómodo con la reforma recientemente aprobada, No sería de izquierda si no se hubiera quedado con un sabor “agraz”, como declaró en el hemiciclo. Un momento “triste”, agregó el diputado Tomás Hirsch. Ahora las malditas AFP van a administrar mucha más plata de los chilenos, en lugar de menos. Entiendo que la oposición esté contenta, sinceró la senadora Yasna Provoste.
Y sin embargo, el Gobierno celebró la aprobación de la reforma como el gol del campeonato.
¿Tiene esto algún sentido? Por supuesto que lo tiene. El Gobierno celebra porque fue capaz, después de mucho empeño, de parir un acuerdo parlamentario transversal que tiene efectos relevantes en la vida de los chilenos, especialmente de los pensionados.
Ironías de la vida. La joven generación que llegó a La Moneda después de sacudir las calles exigiendo universidad gratuita, pasará a la historia como la que realizó la modificación más relevante en décadas al sistema previsional chileno. De las preocupaciones de los jóvenes a las necesidades de los viejos.
Los cizañeros dicen que el Gobierno además se anotó otro triunfo de carambola: dejó a las “dos derechas” peleando entre ellas. Mientras Chile Vamos se desvive por explicarle a su electorado que ganaron sus ideas, Republicanos y los Nacional-Libertarios los acusan de entreguistas, blandengues y socialistas. No hay declaración de los primeros —partiendo por su candidata presidencial Evelyn Matthei— que no comience refregándole al oficialismo su derrota ideológica, como si estuvieran más contentos por eso que por sacar adelante la reforma.
Pero la “derecha sin complejos” simplifica las cosas: la “derechita cobarde” se alineó con la izquierda radical y el Partido Comunista. Frente a eso, dicen, quien explica se complica. Ningún argumento técnico, por contundente que sea, los hará cambiar de idea.
Por si fuera poco, el oficialismo salió de esta escaramuza con una nueva presidenciable, que no le sobran. Los más entusiastas comparan a la ministra Jeannette Jara con la cercanía bonachona —y el solapado instinto asesino— de Michelle Bachelet. Lo que antes parecía un trámite inerte, más fome que chupar un clavo, ahora tiene cara de primaria: Jara por el PC, Tohá por el Socialismo Democrático, Mirosevic por el PL, más de algún valiente del Frente Amplio (¿Gonzalo Winter?) y un convidado de piedra tipo Mulet.
En las redes sociales del progresismo, la reforma se vendió como si fuera la nacionalización del cobre. Al día siguiente en La Moneda, todavía con la resaca del festejo, el Presidente Boric fue comparado con Pedro Aguirre Cerda por subsanar la deuda histórica con los profesores.
Manteniendo a raya los homicidios y festejando los Imacec, el Gobierno puede contener la sangría donde más le cuesta, mientras guapea con el aborto y la condonación del CAE para ilusionar a su base. En la medida que no sigan apareciendo convenios truchos o jefes abusadores, el plan es aterrizar dignamente.
Porque no hay indignidad en buscar mínimos comunes con el adversario, especialmente cuando no se tienen los votos. Así lo hicieron los gobiernos de la Concertación, que ahora se han puesto tan de moda. Así lo hizo Sebastián Piñera, semi canonizado por la derecha chilena.
Al cumplirse un año de su trágico fallecimiento, digamos que Piñera habría votado ¡sin duda! a favor de la reforma, tanto porque consolida la lógica de ahorro individual que consideraba justa, como porque refleja el pragmatismo y la ductilidad que hay que tener para abrochar acuerdos. Así lo hizo la comisión experta del Proceso Constitucional, la única instancia de tuvo éxito entre dos intentonas adolescentes que jugaron al todo o nada.
Es la vieja —y buena— forma de gobernar.
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