Al escribir estas líneas ya se confirmó en las urnas un escenario tan paradójico como inédito para la centroderecha posdictadura. El candidato presidencial que terminó entusiasmando a sus bases —José Antonio Kast— alcanzó la mayor votación de la primera vuelta, pero sin integrar su coalición. De hecho, puede decirse que el exdiputado construyó su proyecto republicano a partir de una fuerte crítica al derrotero oficialista, desde sus tempranas objeciones al lavinismo y su posterior renuncia a la UDI, hasta el distanciamiento con el gobierno actual.
Este cuadro invita a preguntarse por el tipo de relación que cultivarán los partidos oficialistas con Kast, más allá de los esperables apoyos de estos días. Pero antes de analizar el fenómeno JAK (tema de la próxima entrega de esta serie), conviene detenerse en los antecedentes mediatos de la crisis de la centroderecha. En rigor, cualquier renovación del sector exige realizar un inventario de lo ocurrido: se trata de un conglomerado —todo hay que decirlo— cuyo gobierno finaliza muy golpeado y cuyo vencedor de las primarias de julio obtuvo apenas el cuarto lugar en los comicios del domingo pasado.
Según ya vimos, este panorama se explica en gran medida por los errores del piñerismo, pero sería un error reducir todos los problemas a la administración en curso. Guste o no, hay puntos comunes entre esa historia más inmediata y la corriente dominante en la centroderecha noventera, aquello que Jovino Novoa llamara el Chicago-gremialismo.
¿Una nueva derecha? Tanto Jaime Guzmán como los “Chicago boys” generan adhesión y polémica hasta nuestros días. Las disputas al respecto son muchas y sería imposible intentar resolverlas aquí. Nadie, sin embargo, discute su influencia en la nueva institucionalidad que impuso la Junta Militar después del golpe de Estado, cuyo sello fue la articulación de una democracia protegida y un acentuado liberalismo económico.
Pues bien, cuando el otrora hombre de confianza de Sebastián Piñera, Rodrigo Hinzpeter, instaló el debate sobre una nueva derecha hacia el año 2010, muchos creyeron que dicha articulación quedaría en el pasado. Porque, a primera vista, las diferencias de estilo, énfasis e ideas entre el piñerismo y el proyecto guzmaniano son elocuentes. Mientras el actual Presidente sustentó su trayectoria en un pragmatismo ajeno a casi cualquier compromiso doctrinal, el asesinado senador siempre enfatizó las convicciones como motivo último de la acción política (de ahí su insistencia en los “principios conceptuales sólidos” y los “valores morales objetivos y graníticos”).
Y si Piñera se enorgullece de haber votado “No” y de su discurso sobre los “cómplices pasivos” para los 40 años del golpe, tanto Guzmán como sus discípulos defendían que el principal artífice de la transición a la democracia era el propio régimen de Pinochet; no Patricio Aylwin ni los firmantes del Acuerdo Nacional de 1985 (por algo las memorias de Sergio Fernández se titularon “Mi lucha por la democracia”).
Con todo, las apariencias engañan. No se trata de negar las particularidades de una u otra facción, sino de advertir que durante las últimas décadas han predominado y permanecido una serie de lógicas en la centroderecha; lógicas que, en último término, remiten precisamente a la conjunción de liberalismo económico y democracia protegida que impregnó a este sector luego de la restauración democrática.
El mejor ejemplo consiste en lo que ayer y hoy se comprendió como la imperiosa necesidad de defender la nueva institucionalidad —el “modelo” — ante cualquier tipo de amenaza. La sede política no fue concebida como una instancia para anticiparse y promover a tiempo las reformas en salud, educación o pensiones, sino como una actividad orientada fundamentalmente a defender la legitimidad de las propias posiciones. Lo contrario ha sido denunciado de modo sistemático como una actitud entreguista o, en el léxico concertacionista, autoflagelante: “hacerle el juego a la izquierda”, según se objeta en forma expresa o soterrada.
No deja de sorprender la persistencia de esta actitud a través del tiempo. Así fue al momento de discutir las reformas políticas desde el gobierno de Aylwin (y por eso Andrés Allamand, juzgado hoy como el padre del Rechazo, era visto entonces como el paladín de la derecha liberal); así fue ante el debate del plan Auge en el gobierno de Lagos y así fue también a la hora de reaccionar frente a la crisis que explotó en octubre de 2019.
Cuestión de fe. De esta manera, puede trazarse una continuidad desde la derecha noventera hasta la crisis actual, marcada por la “cultura del veto”, la excesiva confianza en los instrumentos tecnocráticos y la calificación apresurada de inconstitucionalidad en contra de muchas propuestas simplemente inconvenientes. En un nuevo contexto, esta clase de énfasis requiere una autocrítica: es el único modo de no volver a cometer los mismos errores.
Al fin y al cabo, de lo que se trató siempre —al menos en los instantes decisivos— fue de preservar el modelo instalado en dictadura y perfeccionado bajo los mandatos de la Concertación. Mal que nos pese, la interrogante por los cambios culturales, sociales y políticos que podían promoverse desde la propia identidad nunca fue prioritaria.
Ese déficit nos remite a un episodio que, si bien podría parecer anecdótico, resume a la perfección el cuadro descrito. A fines de los ochenta Cristián Larroulet y Sebastián Piñera debatían en televisión —uno a favor del Sí y otro del No—, pero es sabido que a la larga trabajarían juntos con un alto grado de confianza y cohesión. Y eso fue vaticinado por el propio Larroulet en ese panel: efectivamente terminaron “con Sebastián en la misma trinchera”.
En efecto, es probable que tanto Piñera como Larroulet sean recordados como los más connotados exponentes de aquella perplejidad que explicitara Patricio Melero —histórico diputado UDI, expresidente de ese partido y actual ministro del trabajo— después del estallido social: “lo más duro ha sido constatar que el modelo en el cual creímos con tanta fe y convicción , de que era el más adecuado para generar el cambio y el paso de Chile al desarrollo, no fue asimilado ni entendido por el conjunto de la sociedad” (La Segunda, 6 de diciembre de 2019).
Como ha subrayado Daniel Mansuy, no parece fortuito hablar de “fe”. Por motivos misteriosos y que deberán continuar siendo explorados (¿la eternización de la óptica de Guerra Fría? ¿la fosilización de las últimas ideas de Guzmán? ¿el olvido de su plasticidad? ¿la falta de recambio generacional?), en la alianza de centroderecha llegaría a ser hegemónica aquella perspectiva en virtud de la cual la conexión vital y la observación atenta de la realidad ha brillado por su ausencia en demasiadas ocasiones.
La gran pregunta es hasta qué punto la inesperada candidatura de José Antonio Kast representa ruptura y hasta dónde continuidad respecto de las tendencias señaladas. Es lo que revisaremos en la última entrega de esta serie.
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