El caso de Isabel Amor -su despido luego de haber ocupado por dos días el cargo de directora regional de la región de Los Ríos del Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género, cargo ganado en un concurso de Alta Dirección Pública- debería llamar a hondas reflexiones sobre la (in)capacidad que hemos tenido los chilenos de asumir y superar nuestra historia reciente, cuyos dolores y traumas se cuelan cotidianamente por intersticios inesperados, dejando mal paradas las convicciones proclamadas, en este caso, de la ministra de la mujer y equidad de género y del servicio a su cargo.
Isabel ha tenido una activa presencia profesional en temas relacionados con los derechos humanos, la no discriminación y la igualdad y equidad de género. Su compromiso es vital y está fuera de duda.
Fue directora ejecutiva de la Fundación Iguales y directora regional del Instituto de Derechos Humanos en la región de Ñuble, cargo que abandonó para postular al Servicio Nacional de la Mujer, dándole un giro a su carrera buscando profundizar en las políticas públicas relacionadas con la equidad de género y los derechos de las personas y colectivos LGTB.
Quería también construir su hogar en Valdivia ya que su pareja se encontraba embarazada en su tercer mes. Sus planes se vieron frustrados ya que al segundo día de trabajo fue revocada su designación con el pueril argumento de “pérdida de confianza”, no sin antes reiterar en su comunicado el SernamEG su vocación y compromiso con “la probidad, la transparencia y los derechos de las mujeres”.
Pero la verdad de la “pérdida de confianza” como lo reconoce la ministra Antonia Orellana en carta al El Mercurio es que en una entrevista no publicada y que Isabel Amor puso leal pero ingenuamente en conocimiento de sus autoridades “se incluían declaraciones respecto de delitos de lesa humanidad que, comprensibles para una hija, no lo son para una autoridad pública”.
En otras palabras, pese a su larga trayectoria en el sector, el ministerio no aceptó lo que probablemente era una opinión misericorde o compasiva, y puso en duda el compromiso de Isabel con el respeto a los derechos humanos, respeto que ella no solo ha manifestado y reiterado en innumerables ocasiones, sino que ha hecho de su compromiso una vocación profesional. Es como si el compromiso con los derechos humanos y el dolor de las víctimas fuera incompatible con la compasión, la misericordia o la humanidad.
La razón por la cual Isabel perdió la confianza de la ministra Orellana o de la directora del SernamEG hay que buscarla entonces en lo que podríamos llamar el ánimo de la justicia sin perdón ni olvido, un arresto moral vengativo que alcanza a los descendientes de los perpetradores.
El padre de Isabel, Manuel Amor, médico cirujano con rango militar, fue condenado por la Corte Suprema como encubridor del delito de torturas infringidas en el Estadio Nacional en 1973 a Luis Corvalán Castillo, hijo del entonces secretario general del partido comunista, quien, de acuerdo al Informe Rettig, falleció en 1975 en el exilio producto de los daños sufridos en la tortura.
Es obvio que la pérdida de confianza argumentada por el SernamEG no se relaciona con la trayectoria profesional ni con la idoneidad de Isabel ni con algo que ella haya dicho o hecho mal en su trabajo, sino en su ascendencia familiar. En definitiva, un acto arbitrario que hace responsables a los hijos de los actos de los padres.
El caso trajo a mi memoria uno que nos perturbó directamente como familia y por lo cual no me resulta tan evidente desatender la decisión del ministerio, o su actuar desmedido y subjetivo. Puedo comprenderlo pero no justificarlo ni aceptarlo. Mi nieto participó en su colegio de una banda de rock con sus compañeros de curso y transó una amistad cercana con un chico en particular que era miembros de la banda.
Supimos que era nieto de un conocido colaborador de la Dina, responsable por horribles asesinatos. Fue algo que nos desconcertó y alertó. No sabíamos al principio cómo reaccionar pero comprendimos que no podíamos despreciar o cancelar a un niño por lo que hicieron sus padres, tampoco desahuciar su amistad con otros tan inocentes y ajenos como él a la historia que como una maldición lo perseguiría toda su vida.
Quizás hay que estar en la piel, o cerca de la persona, para comprender el costo humano de cargar con la fatalidad de ser hijo o pariente de un responsable de estos crímenes horribles; pero es claro que nada autoriza moralmente -ni siquiera el dolor sufrido como víctima- a traspasar las culpas o las responsabilidades a los descendientes.
Quizás la ministra de la mujer y el SernamEG, deshaciéndose de la incómoda biografía familiar de Isabel Amor, quieren verse libres de las heridas que deja nuestra historia, permanecer impolutas ante las exigencias de reconciliación, implacables ejerciendo una justicia ciega y vengadora, sin importar el costo impuesto a inocentes.
Pero el hecho cierto es que la situación que afecta a Isabel Amor es una clara afectación de su derecho humano al trabajo, una discriminación insoportable en una sociedad civilizada. El INDH, más aun tratándose de una antigua colaboradora, debería tomar cartas en el asunto. No es aceptable que los empleos públicos estén sujetos a tales arbitrariedades, a verdaderos actos de revancha irracional demorados décadas en acometerse, sobre personas que no estuvieron ni en el tiempo ni en la ocasión sobre los hechos por los que los persiguen.
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Isabel Amor responde a ministra Orellana: “Sus explicaciones ni siquiera son explicaciones”
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