Gobernanza Universitaria: Institucionalidad, verdad y virtud. Por Gonzalo Jiménez

CEO Proteus Management & Governance y profesor de ingeniería UC

Es momento de elevar los estándares de liderazgo y transparencia en las decisiones que afectan a nuestras instituciones. Solo así podremos recuperar la confianza de la ciudadanía y reafirmar el rol fundamental que juegan las universidades en la construcción de una sociedad más informada y crítica.


En tiempos en que la confianza en las instituciones se encuentra en su punto más bajo, la credibilidad de las universidades alcanza el segundo mejor lugar del ranking CEP (2024), lo que lleva a ponderar el impacto del reciente caso de una exministra de Estado recibiendo un sueldo desmesurado. Aunque esto ocurre en una universidad privada, plantea interrogantes profundas sobre la ética en la gestión pública y el papel de los directorios en la educación superior. La situación no solo revela una posible falta de mérito en el monto de la contratación, sino que también pone en tela de juicio la responsabilidad de quienes toman decisiones en nombre de la comunidad educativa.

El contexto es claro: una exministra, con un salario que supera con creces los estándares del mercado, deja instalada una percepción ciudadana de que su contratación fue resultado más de su afinidad política que de su capacidad profesional. El amiguismo y las redes políticas del signo ideológico que sean, dañan la confianza ciudadana y crean malos precedentes, porque alimentan inquietudes en instituciones que deben ser faros de conocimiento, ética y formación crítica.

Los directorios son cuerpos colegiados que tienen la responsabilidad de guiar y supervisar las instituciones que representan. El peso de un fundador (que habría sido gravitante en esta decisión, según han asegurado públicamente algunos insiders) no puede neutralizar esa función fiduciaria colegiada. En el caso de una universidad, esta responsabilidad es doble: deben velar por la calidad académica y, al mismo tiempo, por la transparencia y la ética en la toma de decisiones. Contratar a alguien en base a su conexión política, más que por su competencia y pretender asimilar su caso a la política de fichaje de rostros televisivos, es un claro desprecio hacia estos principios y sólo refuerza la depreciación del conocimiento; el recurso medular de una institución educativa.

La reputación es uno de los activos más valiosos que puede tener una institución. Las universidades, en particular, dependen de su prestigio para atraer tanto a estudiantes como a profesores. Cuando se realizan contrataciones que parecen favorecidas por vínculos extra-académicos, el daño es inmediato y profundo. La percepción de nepotismo y favoritismo no solo aleja a los mejores talentos, sino que también puede desmotivar a los estudiantes y contribuir a un ambiente académico tóxico.

Por eso y más allá de la coyuntura, las instituciones deben proteger sus prácticas de gobernanza. No hacerlo puede repercutir finalmente en la reputación de la universidad, y en este caso además claramente se afecta la percepción pública sobre el sistema educativo en su conjunto, generando un daño sistémico.

Además, en un contexto donde la transparencia y la ética son cada vez más demandadas por la ciudadanía, las instituciones educativas no pueden darse el lujo de ignorar estas exigencias. La falta de claridad en la gestión de recursos y decisiones genera desconfianza y, en última instancia, pone en riesgo el financiamiento y la colaboración que estas instituciones requieren para su funcionamiento.

La buena práctica en la contratación debe ser un principio inquebrantable. Las universidades deben establecer políticas claras que regulen el proceso de selección, asegurando que se prioricen las competencias y logros sobre cualquier otro factor. La creación de comités independientes para la evaluación de candidatos, la implementación de auditorías internas y la transparencia en la rendición de cuentas son pasos necesarios para restaurar la confianza.

Es imperativo que las instituciones educativas comprendan que, más allá de su rol académico, son agentes sociales con un compromiso hacia la sociedad. Esto implica no solo formar profesionales competentes, sino también actuar con integridad y responsabilidad. La gestión de un directorio no es solo una cuestión de administración; es una cuestión de liderazgo ético que debe inspirar confianza en toda la comunidad.

Esta perturbadora situación, creo si, no es reflejo de un problema más amplio en la dirección de nuestras universidades. Los directorios en su inmensa mayoría ya entienden que su responsabilidad va más allá de la simple gestión; cada vez más conscientes de los imperativos de probidad y transparencia. Por ello, se debe cuidar la buena práctica en la contratación. No solo por la evidente mejora en la calidad académica, sino que también fortalece la reputación institucional y, en última instancia, contribuye a la formación de un sistema educativo más meritocrático, prestigioso y equitativo.

El llamado es claro: es momento de elevar los estándares de liderazgo y transparencia en las decisiones que afectan a nuestras instituciones. Solo así podremos recuperar la confianza de la ciudadanía y reafirmar el rol fundamental que juegan las universidades en la construcción de una sociedad más informada y crítica. La responsabilidad está en manos de quienes las dirigen; no podemos permitir que el legado de nuestras universidades se vea empañado por decisiones que no reflejan los valores fundamentales y el excelente posicionamiento internacional de las universidades chilenas.

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