Paradise es un pequeño pueblo del Estado de California donde cientos de familias se asentaron buscando una vida más rural, integrada con la naturaleza y alejada de las grandes ciudades. Este pequeño paraíso fue creciendo rápidamente, superando los 25 mil habitantes a mediados de la década del 2010, con escuelas, iglesias y todo tipo de servicios en medio del bosque. Todo parecía de ensueño en este asentamiento, cuyo lema era ‘en armonía con la naturaleza’.
Sin embargo, en noviembre de 2018, un gigantesco incendio arrasó con todo. En un par de horas más del 95% de su superficie fue consumida por el fuego, dejando un saldo de 84 muertos. Las investigaciones concluyeron que la primera chispa se encendió por una falla eléctrica. Sin embargo, la falta de accesos, el emplazamiento de las casas y jardines, y la deforestación de los espacios colindantes, terminaron convirtiendo un accidente en un infierno.
Frente a esta dramática experiencia —y, especialmente, ahora que entramos en temporadas de incendios—, vale la pena preguntarse qué estamos haciendo en Chile para aprender a vivir en esta época de desastres naturales, considerando que somos uno de los países más vulnerables a los efectos del cambio climático (ARClim 2023). Las imágenes de los últimos incendios de Valparaíso y Viña del Mar siguen en nuestra retina, mientras que las consecuencias las sufren hasta el día de hoy miles de familias en la zona. Pero, ¿estamos preparados para los que vendrán?
Según un reporte de Atisba (2023), por primera vez en 27 años, los campamentos ya superan las cien mil viviendas, con un fuerte aumento de los ‘mega-campamentos’ y más de veinte mil viviendas en tomas organizadas. Según el catastro de campamentos del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, sólo entre 2022 y 2024 estos aumentaron en un 31%. Junto con no tener viviendas dignas para miles de familias —con las graves consecuencias morales, sociales y económicas que conlleva—, estos asentamientos se transforman en nuevos focos de riesgo.
Pero el incendio en Paradise nos recuerda que estos problemas también se dan en la búsqueda de una vida más cerca de la naturaleza. En Chile también hemos visto este fenómeno y el sur se ha convertido en un destino popular para viviendas alejadas de las grandes ciudades. Lamentablemente, nuestra legislación y ordenamiento territorial no parece estar a la altura de estos desafíos. Con una visión dicotómica entre lo urbano y lo rural, contamos con pocos instrumentos para el desarrollo fuera de las ciudades, que impide planificar y utilizar integralmente vastos territorios de nuestro país (CEP 2024).
Así, parte del debate se ha centrado en el uso del Decreto Ley N° 3.516, de 1980, sobre división de predios rústicos. Esta norma permite la división de estos en lotes de al menos 5.000 metros cuadrados, sin necesidad de urbanizarlos, en la medida que no se altere su destino agrícola, ganadero y forestal, y ha sido ampliamente utilizado por desarrolladores inmobiliarios. Esto ha generado una fuerte presión inmobiliaria y un crecimiento poco armónico de las zonas rurales —con un fuerte impacto ambiental y de pérdida de biodiversidad—, sin mayor consideración a los riesgos sistémicos que ello implica.
Frente a este problema hay una serie de propuestas para fomentar una ruralidad sustentable, incluyendo modelos de subdivisión para la conservación (Allard, Correa y Sánchez, 2022). También se han presentado proyectos de ley para la protección del territorio y la vida rural (Boletín 17006-01). Sin embargo, poco se ha avanzado, y este problema se sigue exacerbando en todo el país.
Como dice la experta en manejo de crisis, Juliette Kayyem (2022), para hacer de Paradise un paraíso, el diseño fue indiferente con la naturaleza, asumiendo que se adaptaría a los designios y preferencias de los nuevos residentes. Podríamos aprender la lección antes de que el fuego u otra amenaza golpee la puerta de nuestra propia copia feliz del Edén.
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