Regular el empleo en el Estado es un asunto complejo, puesto que los incentivos políticos hacen que sea mucho más difícil de regular que el trabajo privado. Las empresas requieren flexibilidad: crecer en tiempos de bonanza y achicarse en las crisis. No es de extrañar entonces que, con matices, en prácticamente todos los países del mundo haya cierta libertad para contratar y despedir.
En el Estado, en cambio, las decisiones de contratación más que enfocadas a maximizar la provisión de bienes públicos, están influenciadas por criterios de índole política. Para un nuevo gobierno es atractivo fidelizar adherentes otorgándoles oportunidades en puestos en la administración, y probablemente excluirá de aquellos cargos a quienes han estado en la oposición.
Es por esto que la mayoría de los países tienen reglas especiales para regular el empleo público. Los modelos son básicamente dos: rígidos o flexibles. En los primeros, la contratación, promoción y despido de los funcionarios públicos están regulados al detalle. En los segundos, hay mayores niveles de flexibilidad, con libertad para contratar y despedir que permiten una mayor adaptabilidad.
¿Por qué modelo optó Chile? Por ninguno, o por los dos. Es enredado, porque nuestra regulación (o su evolución) nos tiene en el peor de los dos mundos. Originalmente el estatuto administrativo establecía claramente un modelo rígido con estabilidad para el empleo público. Ahí el funcionario de “planta” era esencial y, por lo tanto, se ingresaba a la administración por toda la vida y se hacía muy difícil salir. Pero luego la política encontró en la figura de las “contratas”, pensada originalmente como una situación excepcional, una forma de administrar el Estado con más flexibilidad, eludiendo en la práctica la ley. Así, si en 1995 por cada persona “a contrata” había 3 de planta, hoy la situación prácticamente se invirtió: por cada trabajador de planta hay más de dos personas a contrata. Con una glosa presupuestaria que se repite año a año en la ley de presupuesto, pasamos de un sistema rígido a uno flexible. No era lo ideal, pero parecía funcionar.
Sin embargo, el sistema se terminó de desfigurar cuando, primero vía dictámenes de la Contraloría (en la era Bermúdez) y luego a través de fallos de los tribunales, se modificaron una vez más las reglas del juego. La figura de la “confianza legítima” implicó que luego de dos renovaciones sucesivas de un contrato a plazo fijo como el de las contratas, el funcionario adquiría los derechos de los trabajadores de planta, sin que el jefe de servicio pudiera decidir la no renovación de su contrato. ¿Resultado? El empleo en el Estado se volvió flexible en la entrada, pero rígido en la salida. El peor de los dos mundos.
Flexible en la entrada implica que los incentivos a contratar no se limitan, la burocracia estatal crece y crece. Si en 2016 (año del primer dictamen de confianza legítima) había 18 empleados públicos por cada 100 empleados privados (misma cifra que en 2004), este año ya son 23. Rígido en la salida implica que no hay adaptabilidad, que cuando el Estado necesita ajustar su personal a los cambios sociales no puede, y que conviven al interior de una repartición pública funcionarios de la administración anterior y la nueva, con funciones duplicadas e ineficiencias muy difíciles de corregir.
¿Rigidez o flexibilidad? ¿Funcionarios de carrera o unos que entren y salgan del sector público? Cada uno tiene sus riesgos y beneficios, la solución no es evidente. El problema del modelo chileno es que, al no optar, minimiza los beneficios de ambos modelos sin reducir sus riesgos. Generamos una administración rígida, pero cada vez más politizada, con bajos incentivos para los funcionarios de carrera, pero que tampoco fomenta que personas talentosas del mundo privado puedan contribuir en la administración con sus capacidades e ideas innovadoras.
Recientemente la Contraloría cambió su criterio respecto a qué reglas aplican al despido de funcionarios a contrata. Rápidamente diputados del Partido Comunista presentaron un proyecto de ley para volver a la situación anterior. ¿Y si en vez aprovechamos la oportunidad para generar un estatuto único y coherente de trabajo en el Estado? ¿Uno que por fin nos saque del peor de los dos mundos?
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