El Papa que logró que la Iglesia recordara cuál era su misión. Por Rafael Gumucio

Ex-Ante
El Papa durante su despedida de Chile durante el viaje de 2018. Imagen: Agencia UNO.

Para quien carece de escrúpulos (el propio Perón), el peronismo es una comodidad. Pero para quienes tienen culpa, para quienes sufren el virus de la responsabilidad, el peronismo es una incomodidad más. Jorge Bergoglio es el ejemplo mismo de esa incomodidad peronista.


Los viajes que uno emprende son tan importantes como los que decide no emprender. El Papa Francisco nunca llegó a ser tan peripatético como Juan Pablo II, pero visitó los cinco continentes con bastante empeño. Sin embargo, de todos sus viajes, el único esencial, el único inolvidable, es el que no emprendió: la visita al que fue su arzobispado, la ciudad de Buenos Aires, donde nació el 17 de diciembre de 1936.

El Buenos Aires donde fue niño y adolescente, obrero, novicio, cura, obispo; el Buenos Aires del que nunca salió del todo, aunque lo haya abandonado físicamente desde que, en marzo de 2013, el Cónclave lo eligió Papa.

Buenos Aires, el Buenos Aires de Perón, de Piazzolla, de Borges, de Maradona, de Charly, de los montoneros y los dictadores, de los corralitos, de Barenboim y Les Luthiers, está en el centro de su vida, en el corazón de su corazón. Buenos Aires, que también es la explicación de todos sus tropiezos, de todos sus instintos, de todas sus cualidades y de todos sus defectos.

El Papa Francisco fue profunda y totalmente argentino. Tan argentino como Juan Pablo II era polaco. Aunque este último nunca tuvo problemas en visitar su tierra natal ni en intervenir de manera visible en la política de su país, Francisco tampoco dejó de ser un actor político en la Argentina de hoy. Sin embargo, su rechazo a visitarla deja en claro la relación neurótica, compleja y difícil que Jorge Bergoglio mantuvo toda su vida con su propio origen.

Lo mismo podría decirse de su pertenencia a la Compañía de Jesús, eje central de su vida y su fe, que, sin embargo, lo llevó a pelearse con casi todos sus compañeros de armas, quienes tuvieron que pedirle —o exigirle— que dejara de vivir con ellos cuando lo nombraron arzobispo de Buenos Aires.

¿Por qué quería seguir viviendo con los jesuitas cuando tenía para sí solo un palacio arzobispal? ¿Por qué quería considerarse uno más de la Compañía cuando había expulsado a un grupo visible de sus compañeros por su entusiasmo excesivo con la teología de la liberación? Esa teología con la que también mantuvo una relación doble, compleja, neurótica, de amor y odio.

Siempre dispuesto a perseguir a los curas que se la tomaban demasiado en serio, pero profundamente imbuido de sus conceptos, de su misión, tratando de crear una versión que no fuera del todo de izquierda ni del todo de derecha. Una versión, en resumen, peronista de la teología de la liberación. Versión que, bien argumentada y pensada en sus encíclicas y textos apostólicos, es parte esencial de su legado.

Es imposible explicar al Papa sin el peronismo, que, por lo demás, es inexplicable para cualquiera que no sea argentino. El peronismo, que es y no es una doctrina, que es y no es una pasión, que es y no es una forma de ejercer el poder, que es y no es una forma de evitar la revolución, que es y no es una forma de esperarla. El peronismo, que es, así, una manera de creer que sigues siendo de izquierda cuando ya eres completamente de derecha, y de seguir siendo de derecha —es decir, de seguir amando el poder— cuando se supone que eres de izquierda.

Para quien carece de escrúpulos (el propio Perón), el peronismo es una comodidad. Pero para quienes tienen culpa, para quienes sufren el virus de la responsabilidad, el peronismo es una incomodidad más. Jorge Bergoglio es el ejemplo mismo de esa incomodidad peronista. La escuela de Perón le enseñó a ser popular, a bañarse en la masa, a no tener miedo de tomarse mate con quien fuera.

El peronismo le enseñó a sonreír y a ser hincha de San Lorenzo, pero también lo llevó a ejercer ese carisma de manera autoritaria, brusca, impaciente. No tuvo problema en asumir su papel de caudillo, pero al mismo tiempo no dejó de vigilar a sus obispos, sin permitir que ninguno brillara por encima de la media. Logró contener la hemorragia interna provocada por los abusos sexuales sistemáticos en la Iglesia, pero no consiguió salir del todo del ciclo de la culpa y la vergüenza para imponer de nuevo en la Iglesia el deber de la esperanza.

Su visita a Chile, lo más cerca que estuvo alguna vez de volver a Buenos Aires, es un perfecto ejemplo de todas las encrucijadas que su papado nunca logró resolver del todo. Los jesuitas pensaron que recibirían a uno de los suyos, a alguien que había estudiado en el seminario de Santiago con muchos de ellos. La Iglesia más conservadora pensó que recibiría a quien había limpiado la Iglesia de Buenos Aires de izquierdistas.

Ambas alas del catolicismo no esperaban encontrarse con un pueblo indiferente, cuando no perfectamente hostil. Ovejas que nadie pastoreaba desde hacía tiempo, o que sentían que sus pastores eran lobos que llevaban demasiados años devorándolos a cambio de nada.

Los escándalos sexuales alejaron de las iglesias a quienes creían sinceramente, mientras que, para el resto, un estilo de vida centrado en la dopamina hacía que el énfasis en la culpa y la pobreza les pareciera una suerte de ofensa personal. Era una misión imposible, pero también un regalo para el misionero nato que habitó en Jorge Bergoglio cuando no se dejaba gobernar por el rector de colegio, bueno para retar a los alumnos que se portaban mal.

Francisco, el hombre que duerme en hoteles de mala muerte y usa zapatos de segunda mano, el hombre sencillo que fue obrero y que conoce al pueblo por dentro, lo tenía todo para quebrar la hostilidad con la que fue recibido. Pero hizo lo único que no debía hacer: se enojó.

La visita a Chile fue, así, una versión paródica de la visita de Juan Pablo II, brillante, vistosa y terrible, como todo en Karol Wojtyła. Sombra grandiosa y horrible de Juan Pablo II, el Papa que permitió y fomentó como pocos los abusos, no solo sexuales, pero que reconcilió a la Iglesia con los medios de comunicación. Sombra bajo la que vivió siempre Francisco, obligado a limpiar la Iglesia de todos los sátrapas que el Papa polaco entretuvo por décadas, pero tratando al mismo tiempo de ejercer el poder y el boato del que la Iglesia católica no puede prescindir sin renunciar a sí misma.

Francisco pudo ser, en un mundo hipnotizado por el poder y el dinero, el poder de los pobres. Pudo ser, en plena pandemia, quien nos enseñara que la cruz no solo es posible, sino que es deseable, porque quien no pasa por ella no puede tampoco pretender resucitar.

Pudo, desde esas iglesias vacías de triunfadores pero llenas de humillados, de ofendidos o simplemente de enfermos y olvidados, recordar que el que pierde gana, porque entre todas las cosas que pierde, pierde también el miedo a perder. Pudo, como Francisco de Asís, a quien eligió como protector, desnudarse en una plaza para que el mundo se desnudara con él.

Pudo conseguir todo eso y algo de todo eso logró, pero se enojó en el camino. Le importó demasiado decirles a quienes interpretaban sus palabras que no eran exactamente esas o las otras. Logró que la Iglesia no se desintegrara del todo, logró que recordara cuál era su misión, pero, demasiado preocupado porque no se le desviaran las ovejas, pasó de la sonrisa plena y sincera a un más sincero cabreo porteño.

A la postre, consiguió que en su propio país gobernara Javier Milei, un furibundo especulador financiero que hizo de odiarlo e insultarlo uno de los principales argumentos de su campaña. Ese odio delirante, apasionado y ciego contra la Iglesia no por sus pecados, no por sus errores, sino por su énfasis en la “justicia social”, es, sin embargo, el mayor legado del Papa Francisco. Porque los locos siempre dicen la verdad, o dicen la verdad que los cuerdos callamos.

Milei, en su demencia, le regaló al Papa un premio que no consiguió del todo: el de ser el campeón de la justicia, el que le dice al rico que la riqueza no lo es todo y que la pobreza es mucho más que la miseria.

Aunque quizás el legado del Papa sea justamente su contradicción: Nacido y criado en el siglo XX, no estaba destinado a comprender la compleja simplicidad de los dilemas del siglo XXI. Pero herido, voluntarioso, rabioso y gentil, pudo de alguna manera llevar sobre sus hombros el peso de la iglesia milenaria sin hundirse ni hundirla del todo. Sobreviviente nato, como todo argentino, le enseñó a la iglesia ese misterio: El de sobrevivir.

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