Un reciente artículo de Alexander Dyck, Adair Morse y Luigi Zingales en el Review of Accounting Studies ha generado debate, tras proponer que el fraude corporativo destruye anualmente 1,6% del valor de las empresas listadas en EE.UU. (830.000 millones de dólares en 2021). Sus cálculos determinan que alrededor del 40% de las empresas listadas están cometiendo infracciones contables y que el 10% está cometiendo fraude corporativo (en sentido amplio). Solo uno de cada tres de esos fraudes será alguna vez detectado; los demás lograrán la impunidad. Asumen que los números son mucho mayores entre las empresas que no cotizan en Bolsa, por el menor escrutinio al que están expuestas. “La gente no entiende cuán extendido está el problema del fraude corporativo”, dijo uno de los autores al presentar el trabajo.
A nivel internacional han habido muchos casos de fraude corporativo recientes, incluyendo a Nikola, Wirecard, Credit Suisse, Ericsson, Biogen, Archegos Capital Management, FTX y un largo etcétera. Al leer los datos del artículo citado, pensé en esos casos y en la mediática cobertura noticiosa que los siguió (particular mención requiere el esfuerzo periodístico que permitió destapar el caso Wirecard). Son casos entretenidos de seguir y recordé que algunos se transformaron en excelentes documentales. Pero los vi lejanos, ajenos a mi actividad.
No habían pasado más que un par de días, cuando un mensaje de WhatsApp me hizo cambiar de opinión. Un cliente, de un banco multilateral, me enviaba una noticia con el titular “prófugo” y el rostro de una contraparte con la que estuvimos en reuniones solo meses atrás. Se trata de la máxima autoridad de las empresas estatales de un país de la región, que hoy es buscado internacionalmente, acusado de huir cuando se filtraron audios en que aparentemente se le oye pidiendo un soborno de ciento cincuenta mil dólares mensuales, recursos que se robarían a las empresas públicas que dirigía.
¿Sospeché algo? Confieso que nada; nunca se me pasó por la cabeza ese desenlace. Esa autoridad frustró un proyecto en el que trabajé y que promovía una completa reforma al gobierno corporativo de las empresas estatales de su país. En su momento asumí que su conducta era motivada por una excesiva confianza en sus capacidades de gestión. Si las acusaciones son ciertas, las razones probablemente fueron otras, motivadas por la corrupción. Pero yo no lo imaginé, como la mayoría no espera que sus contrapartes de negocios puedan ser corruptos. Sin embargo, según los autores del reporte citado, eso es un error, porque el fraude corporativo está mucho más cerca nuestro de lo que creemos.
¿Y qué hacer, entonces? ¿Desconfiar de todo y todos? No, pero tiene todo el sentido adoptar un programa de ética y cumplimiento de verdad. Uno que nos proteja de los riesgos de fraude y corrupción, que resguarde nuestra reputación, promueva buenas prácticas y una cultura de integridad que hagan más difícil que seamos parte de un caso así. No es tarea sencilla, ni se logra en corto plazo, y requiere recursos (“si crees que el cumplimiento es caro, mira el costo del incumplimiento”, dicen los oficiales de cumplimiento para conseguirlos), además de apoyo sincero de los líderes.
Para algunos hacer eso es costo, burocracia, trabas al negocio y ahogo regulatorio, que a veces se termina adoptando sólo por cumplir, sin convicción y probablemente con cero eficacia. Para otros es inversión, responsabilidad, debida diligencia y mejores prácticas, que se adoptan, miden y mejoran constantemente porque se confía en el valor que agregan para la sostenibilidad del negocio.
Son dos visiones que por momentos parecen estar empatadas en nuestro país, tal vez porque seguimos creyendo que la amenaza está allá lejos, en titulares de diarios extranjeros o en ámbitos distantes a nuestro quehacer. Puede que estemos equivocados, que se requiera un encuentro cercano para darnos cuenta de que el riesgo ronda cerca, y que tal vez simplemente existe más impunidad de la que suponemos.
Héctor Lehuedé, socio de RAZOR Consulting, es abogado de la Universidad de Chile, magíster de la Universidad de Stanford, certificado como director de empresas del IoD de Reino Unido, y está especializado en gobierno corporativo, integridad, sostenibilidad y asuntos financieros.
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