La reforma tributaria contiene varias iniciativas que han despertado controversia entre los especialistas. Una de ellas es la del impuesto a las utilidades retenidas, en virtud del cual toda sociedad de renta pasiva (léase entidades cuyos ingresos se componen, en más de un 50%, de dividendos, regalías, intereses, etc.) deberá tributar con un 2,5% sobre el 22% de las utilidades que mantenga acumuladas.
El fundamento de la medida estaría que al mantenerse dichas utilidades en las empresas, el Fisco estaría sufriendo un costo de oportunidad respecto de la tributación final en sede de los dueños, la que sólo ocurrirá cuando la utilidad sea distribuida (de ahí el nombre “tributo al diferimiento de impuestos finales”). El impuesto, así visto, sería una especie de “tasa de interés” que compensaría al Fisco de dicho costo de oportunidad.
No es difícil identificar los cuestionamientos de política tributaria que pueden esgrimirse en contra de esta iniciativa (los cuales han sido suficientemente comentados en estas páginas y otros medios en general).
Más allá de ello, cabe detenerse en cuáles serían los orígenes de una norma como esta en el derecho comparado, lo cual podría darnos lineamientos para, a lo menos, modificar su diseño.
Y es que (acaso sorprendentemente) es el caso que en Estados Unidos las C-Corp (que podríamos decir equivalen a las sociedades anónimas en Chile) están sujetas a un impuesto similar (artículo 531 del Internal Revenue Code). La diferencia, sin embargo, es que no es un impuesto a todo evento, sino que opera únicamente cuando el contribuyente no logra demostrar una buena razón económica o de negocios para mantener las utilidades sin distribuir (por ejemplo, servir una deuda, invertir en activos, expandir la operación, etc.). Vale decir, es una genuina norma antielusiva, que castiga a los accionistas (vía un mayor impuesto de sus sociedades pasivas) cuando el único propósito de repartir utilidades es el de diferir el pago de sus impuestos finales, y donde la carga de la prueba (es decir, aportar evidencia de que hay buenas razones para no distribuir) es del contribuyente.
Una norma así tiene sentido de política tributaria. La norma chilena, en cambio, sólo mira la línea de balance (a través de los registros tributarios) sin distinguir si esas utilidades se utilizaron para propósitos legítimos (como servir una deuda, o mantener ratios patrimoniales en el marco de contratos de financiamiento), o siquiera si existe la caja para pagar este impuesto adicional al corporativo.
De esta manera, si nos tomamos en serio la finalidad declarada del impuesto a las utilidades retenidas propuesto por Hacienda (compensar el diferimiento de impuestos finales), creo inevitable concluir que resulta mucho más consistente (mirado desde la política tributaria) conferirle a esta iniciativa un diseño que, efectivamente, se condiga con dicha finalidad; a saber, el de una norma antielusiva especial, y no, en cambio, el de un impuesto patrimonial.
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