Varios dirigentes frenteamplistas no solo han reconocido que Michelle Bachelet es la mejor carta presidencial del oficialismo, sino que prácticamente le han pedido que asuma la tarea. Es un retroceso por donde se le mire. Uno de los objetivos de un buen gobierno es posicionar nuevos liderazgos para proyectarse en el futuro.
Lo ideal es que los presidenciables salgan del gabinete. Podría haber sido Tohá, Vallejo, Jara, Marcel, Pizarro, o cualquier otro. El nombre no es tan relevante como su capacidad de representar la identidad y la mística de la administración. Es un doble retroceso en el caso de una coalición joven y emergente, que hizo carrera criticando a la generación de sus padres, y ahora pide volver a la casa de la mamá.
El Frente Amplio repite así el error fatal de la Concertación en 2009. En lugar de promover una figura fresca para enfrentar a Sebastián Piñera -como podría haber sido Andrés Velasco, apalancado por el buen manejo de la crisis financiera internacional-, Escalona y compañía fueron a buscar su candidato al baúl de los recuerdos.
El resto de la historia es conocida: tras la derrota de Eduardo Frei, la vieja coalición murió. Pero nadie se dio el trabajo de reinventar la propuesta política del sector. ¿Para qué? Bastaba con esperar el retorno señorial de Bachelet, levitando desde Nueva York. Desde que se subió a ese bendito tanque hace más de veinte años, la centroizquierda chilena no ha sido capaz de parir otras voces con autoridad para articular un relato, una idea, un proyecto. Ahora le traspasa esa incapacidad a la nueva izquierda que venía a cambiarlo todo.
Ahora bien, la opción de Bachelet tiene sentido por todos lados. En primer lugar, es un pegamento que aglutina a todas las fuerzas oficialistas, incluyendo aquellas que se encuentran en los márgenes. Curiosamente, eso le permitiría a Boric decir que terminó gobernando con una coalición más grande que con la que llegó, cosa que no pudo hacer Piñera ni la propia Bachelet; ambos concluyeron sus mandatos con alianzas jibarizadas o en franco desbande.
En segundo lugar, Bachelet afianza la competitividad de la plantilla parlamentaria del oficialismo. Los candidatos presidenciales fuertes chorrean para abajo. Hasta el Partido de la Gente metió congresistas en la última elección gracias al paraguas de Franco Parisi. El temor del diputado frenteamplista que va a la reelección es sacarse la foto de campaña con un rostro que no llega a los dos dígitos.
En tercer lugar, Bachelet aleja definitivamente el fantasma que ronda en La Moneda: dos derechas en segunda vuelta. Si el contundente portazo a la propuesta de la Convención Constitucional se cuenta como la derrota más dura del progresismo en décadas, imagínese un balotaje con dos apellidos alemanes (Matthei versus Kast o Matthei versus Káiser). Esa moral no se levanta ni con Viagra.
Algunos incluyen una razón adicional: cualquier otro candidato que no sea Bachelet y rinda relativamente bien aunque no gane -llámese Tohá, Tomás Vodanovic o hasta Harold Mayne-Nicholls- engorda su capital político y se convierte automáticamente en rival de Boric en el 2030. Al presidente le conviene, desde ese (mezquino) punto de vista, que la candidata sea Michelle. Si su gobierno envejece bien -como a veces ocurre- el camino por delante le queda limpio.
Agrego una hipótesis final: en el fondo, Bachelet siempre se sintió cercana a la rebeldía frenteamplista. Cuenta la leyenda que en su primer gobierno no pudo ser todo lo izquierdista que quería porque la tenían controlada entre septuagenarios falangistas y tecnócratas expansivos. Pero los impetuosos cabros le abonaron el terreno marchando para derribar el modelo, y ella se sintió -ahora sí que sí- interpretando la partitura correcta. Pero los hijos son ingratos: solo le prestaron “colaboración crítica”. Aun así, las madres lo perdonan todo. Tal como lucen los pendones de Marx y Lenin cuando Rocky Balboa visita Moscú, algún día habrá lienzos con la cara de Bachelet en las convenciones frenteamplistas.
Pero no hay cariño que oculte una verdad del porte de un buque: sólo se vuelve a la casa de la mamá cuando algo no resultó como debía.
Subsiste una esperanza: que la mamá los mande a freír monos. Por salud mental, porque le toca descansar, o porque ya es hora de que los mozalbetes crezcan y afronten sus problemas solos. Aunque lagrimeen, quizás sea el mejor favor que podría hacerles.
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