Estamos de acuerdo: con más de veinte partidos en el parlamento no es posible gobernar bien. Ningún sistema político lo soporta. Las negociaciones legislativas son arduas y lograr mayorías tiene costos enormes. A veces, los proyectos de ley se desfiguran en las transacciones requeridas para aprobarlos. Esto daña a todos los sectores políticos cuando son gobierno.
Con demasiados partidos, las mayorías son circunstanciales. Proyectos de ley importantes terminan dependiendo de partidos pequeños, sin raíces en la sociedad y con intereses de corto plazo. La política institucionalizada muta a la improvisación coyuntural.
El beneficio de alinearse con partidos tradicionales disminuye. Los jefes de bancada no pueden ordenar sus filas. Los parlamentarios cambian de partido y las figuras disruptivas se multiplican. La ciudadanía se aleja de los partidos, lo que alienta la fragmentación.
Esta secuencia de eventos ha sido estudiada por la ciencia política. El consenso es que, a menudo, los sistemas de partidos excesivamente fragmentados terminan en situaciones de ingobernabilidad. A veces, desencadenan Estados fallidos.
El número de partidos parece ser una mezcla variable de factores culturales e institucionales. Con todo, hoy la literatura especializada propone, más bien, que las instituciones son las decisivas para determinar el número de partidos que compite en una democracia.
Por ejemplo, Shugart y Taagepera (2017) muestran que la fragmentación se deriva del promedio de representantes que se eligen en cada distrito y el número total de parlamentarios en el país. Bunker y Negretto (2022) plantean condiciones bajo las cuales la teoría funciona en democracias nuevas.
¿Por qué no establecer ciertas reglas constitucionales que promuevan un número de partidos estable y funcional a la gobernabilidad? Lo razonable, creemos, es apuntar a un sistema con no más de siete partidos. Contrapartida: democracia interna. Proponemos cuatro medidas.
Primera medida: reducción de la multiplicación entre los dos factores mencionados arriba. Si se baja el promedio de representantes por distrito o el número total de representantes, caerá el número de partidos dispuestos a competir. Partidos que hoy alcanzan los umbrales, mañana no lo harán. Por ejemplo, con un número máximo de cinco legisladores por distrito, se estaría en el rango deseado. (Probablemente habría que dividir los distritos más grandes, tema de ley).
La evidencia es concluyente. Todas las reformas restrictivas entre 1891 y 1990 hicieron caer el número de partidos (Bunker y Polga-Hecimovich 2022). Al pasar del binominal (de dos cupos por distrito) a un número variable entre tres y ocho, el sistema se fragmentó (Bunker 2018).
Segunda: listas cerradas (Alemania, Uruguay): el orden de elección en la lista lo fija el partido; no el mayor número de votos individuales, como ahora. Hoy, el individualismo electoral se impone ante la visión colectiva. Listas diseñadas por directivas de partidos darían más peso a ideas y capacidades, reduciendo el personalismo. Habría más estímulos para legislar con disciplina y coordinación.
Tercera: fin a los pactos electorales. Sirven a los partidos grandes para llegar a nichos electorales que no pueden alcanzar con sus narrativas nacionales y a los chicos para lograr escaños que no lograrían por sí solos. Terminar con los pactos, desenmascararía la realidad.
Cuando hubo una reforma del estilo, se pasó de doce partidos en 1945, catorce en 1949 y diecinueve en 1953 a siete en 1961 (Gamboa 2011).
Y cuarta, como propone el ante-proyecto en elaboración: elección simultánea de la cámara y la parte del senado que corresponda con la segunda vuelta presidencial. Las elecciones concurrentes reducen el número de partidos (Cox 1997). Hoy a los partidos les conviene levantar una candidatura presidencial del partido —aunque no tenga opción de llegar a la segunda vuelta— porque así logran visibilizar a sus propios candidatos al parlamento. Si la elección legislativa se ata a la segunda vuelta presidencial se limita este comportamiento táctico y se generan incentivos para formar alianzas más estables. Además, se crean vínculos estratégicos y humanos entre el futuro presidente y sus parlamentarios. Ayudaría a la gobernabilidad. Efecto mayúsculo: se hace más probable que el presidente alcance una mayoría legislativa (Soto 2020, Fontaine 2021). Contrapesos: Senado revisor y elegido por partes, Corte Constitucional con diente y otros órganos autónomos robustos Contraloría, Servicio Electoral, Banco Central, etc).
La nueva Constitución puede contener el virus de la fragmentación.
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*Arturo Fontaine: Universidad Adolfo Ibáñez y Universidad de Chile.
*Kenneth Bunker: Universidad Diego Portales y PTG.
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