“No creo que el plástico vaya a afectar a un tiburón mientras está comiendo y haciéndose camino en el océano”, ironizó Donald Trump hace una semana atrás, al firmar una de las primeras órdenes ejecutivas de su segundo mandato para traer de vuelta las pajillas plásticas. Su frase refleja la tensión entre el simbolismo progresista y las prioridades materiales. Mientras el activismo ambiental presiona por regulaciones simbólicas como la eliminación de plásticos de un solo uso, los problemas estructurales que afectan a millones siguen sin resolverse. Esta desconexión con la realidad es la que ha erosionado la legitimidad del movimiento woke, dándole un golpe —quizás— mortal.
El concepto “woke” —o despierto— nació como un llamado a la conciencia social dentro de la comunidad afroamericana, especialmente en relación con la injusticia racial y la violencia policial. Con el tiempo, su significado se amplificó hasta abarcar diversas causas progresistas, enfocando la discusión pública en aspectos de “violencia simbólica” necesarios de reparar. Pero las últimas elecciones democráticas en el mundo han demostrado que el woke-ismo se ha transformado en la representación de una imposición ideológica capturada por una élite cultural y burocrática, que, a través de un dogma moral enfocado en corregir expresiones y comportamientos individuales, desplazó la discusión hacia aspectos simbólicos, mientras la desigualdad estructural persiste.
El desenlace de los últimos años es que este movimiento ha perdido terreno, al punto que sus propios defensores han comenzado a guardar silencio. Sin embargo, vale clarificar el reclamo subyacente que lo ha hecho caer. La respuesta no está tanto en lo que propone, sino en lo que desplaza. Asistimos al funeral de una agenda que, aunque bien intencionada en algunos aspectos, desconectó con las urgencias del ciudadano común y corriente.
El problema no es la lucha por la inclusión y la diversidad en sí misma, sino la jerarquía de la forma sobre el fondo. En Chile, mientras se protocolizó el uso del lenguaje inclusivo en cada rincón del Estado, la corrupción seguía su curso, el gasto público se diluía en la ineficiencia y la atención ciudadana en los servicios públicos seguía siendo un calvario. Incluso, la calidad de la educación brilló por su ausencia en la actual agenda gubernamental.
Peor aún, lo que ocurrió en la práctica, fue la pausa a los asuntos pendientes de las clases más vulnerables, quitando la atención la crisis habitacional o la pobreza. Sin embargo, cuando la agenda woke les robó protagonismo a las necesidades de la clase media, ahí sí la sangre llegó al río. Cuando los problemas en los sistemas educacionales y de salud persistían, más de un ciudadano sintió que le estaban tomando el pelo. El problema no es defender la inclusión, sino debatir acaloradamente sobre correctitud política mientras medio millón de deudores habitacionales y más de setenta mil familias en campamentos esperan soluciones concretas.
La ‘agenda woke’ es, quizás, una agenda de lujo para sociedades que pueden permitírselo. Pone el énfasis en microagresiones en un mundo donde las macro agresiones de la desigualdad y la precariedad son moneda corriente. Es financiar capacitaciones inclusivas cuando los niños no saben sumar. Es preocuparse por el color de las cortinas mientras las murallas de la casa tambalean.
Aun así, las clases medias de países desarrollados llegaron a la misma conclusión. La mencionada ley para eliminar las pajitas de plástico en Estados Unidos, o la regulación europea para sujetar las tapas a las botellas de plástico, han sido expuestas como contrapunto a los abismales avances de empresas como OpenAI en Inteligencia Artificial o SpaceX en exploración espacial e internet satelital. Estas últimas innovaciones si tiene el potencial de transformar sociedades, mientras las primeras se consolidan como caricaturas es progresismo cosmético.
Es curioso el progresismo sin progreso. Se ilustra bien en las prioridades de este gobierno, que estableció en todas las reparticiones públicas departamentos y protocolos de perspectiva de género, pero nada para combatir la corrupción, asegurar eficiencia del gasto público, aumentar mérito en la gestión del Estado o mejorar la atención de los servicios públicos. La victoria moral es más fácil que resolver problemas complejos. Es más rápido crear obstáculos que crear empleos.
Gobernar implica priorizar y decidir es renunciar. Y cuando se pone atención, tiempo, capital político y presupuestos en una cosa, se le resta a otra. Por lo mismo, el primer acto de respeto hacia la diversidad y la inclusión es garantizar condiciones materiales dignas para todos, especialmente para los más necesitados, de la mano de un Estado eficiente y un mercado meritocrático que habiliten prosperidad económica para que cada uno sea libre de vivir la vida que quiere.
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