Algo es Algo: ¿Y por qué no? Por Juan Diego Santa Cruz

Ex-Ante

¿Existe acaso una mejor razón para el goce solitario? Como es inevitable googlear hasta lo más trivial, quise averiguar de comidas unipersonales. Caí de piquero en una lista de impresos de autoayuda que ineludiblemente llevan a títulos-clichés del tipo  “El arte de estar solo”, como si el verdadero arte no fuera soportar a los otros seres humanos.


Cocinar y comer solo tiene su lado amable. Para los que somos más achoclonados no es algo que pase a menudo pero, cuando sucede, se agradece la soledad a la hora de comer. Es el momento de asumir las mañas y el ritmo propio, y de tener la posibilidad de explorar nuevas formas de gozar. No le hablo de comer solo como Batman en la mesa de su castillo ni de pasar pellejerías como Robinson Crusoe, sino del pacífico disfrute en compañía de uno mismo.

Tal vez a usted le gusta comer el postre antes del fondo o su mejor forma de meditar es cucharear el plato en calzones frente a la televisión. Quizá es de los que logran superar el estrés revolviendo la olla del risotto para uno o de los que se come un brie completo a mascadas. Si por el contrario a su merced se le subió una ceja y le brotó el espartano traga lechugas con esos disfrutes, por favor recurra al argumento-pregunta que triunfa siempre ante las posturas inhumanas y los pepes grillos de pacotilla: ¿Y por qué no? ¿Existe acaso una mejor razón para el goce solitario?

Como es inevitable googlear hasta lo más trivial, quise averiguar de comidas unipersonales. Caí de piquero en una lista de impresos de autoayuda que ineludiblemente llevan a títulos-clichés del tipo  “El arte de estar solo”, como si el verdadero arte no fuera soportar a los otros seres humanos. Libruchos que llenan páginas y páginas de lugares comunes para evidenciar lo más obvio: se está solo con o sin ganas y siempre es mejor sacarle provecho a las situaciones que propone la vida.

La comida a solas es la gran oportunidad para tratarse y ser tratado como rey. El humano que se precia no puede comportarse como un tarro de reciclaje de alimentos procesados sin que medie algún cariño y por eso, en el momento solitario en que crujen las tripas, no es conveniente abandonarse en los brazos de una bolsa de papas fritas. Hay oportunidades en que uno necesita recurrir al restaurante para agasajarse en solitario. Acá en la capital son pocos y en regiones menos los que van al restaurant a comer solos porque razonablemente no quieren ser molestados por el latero catete que es habitual del boliche ni por el mozo preguntón que no soporta la soledad ajena. El solitario necesita ser ignorado y cuidadosamente atendido.

Bien lo sabía Caravaggio. En abril de 1604, el parte policial de la policía romana consigna un episodio esclarecedor: el pintor entró solo a la Osteria lo Moro y pidió ocho alcachofas. Al poco rato apareció el mozo con un plato mal servido con un montón de alcachofas, unas salteadas en mantequilla y otras salteadas en aceite. “¿Cómo puedo saber cuáles fueron hechas en mantequilla y cuáles en aceite?” preguntó Caravaggio. El mozo contestó insolente: “huélales el poto y sabrá”. Como era habitual en el maestro, de la molestia pasó rápidamente a la ira. Michelangelo Merisi da Caravaggio le despachó las alcachofas en la jeta al mozo y desenvainó su sable para que las cosas quedaran claras. El comedor solitario merece respeto, sobretodo cuando por necesidad debe salir de su casa a buscar un momento de paz en un lugar público. Obvio.

Y si se trata de comer en casa, por mucho que vista usted su pijama con hoyos es aconsejable atenderse como lo haría con su amor platónico. Bien lo sabía el general romano Lucio Licinio Lúculo, que en el siglo I a.c era reconocido por ser el mejor anfitrión de Nápoles. El día en que finalmente el general pudo comer solo le fue servida apenas una cena frugal. Lúculo, indignado, reprendió a su cocinero con la célebre frase: “¿Acaso no sabías que esta noche cenaba Lúculo en la casa de Lúculo?”. No es la compañía, por buena que sea, justificación alguna para no comer como se debe.

Hablando del tema crucial de comer bien, el plato que mejor reúne las condiciones para ser amparo del comedor solitario es el de los huevos revueltos. Usted puede estar apurado y romper un par de huevos en una paila con mantequilla, dar unos movimientos de cuchara y listo. Pero los huevos revueltos no son sólo alivio express sino manjar sublime. No me refiero a cualquier huevo revuelto: le hablo de hacer huevos revueltos como un acto de autocuidado y desarrollo del amor propio en la soledad de su cocina. Huevos de gallina de campo con yemas naranjas como atardecer cubierto de smog santiaguino, claras fortachonas, mantequilla y crema de vaca orgullosa. Los mejores revueltos se hacen a baño maría y apenas cuajan se van despegando con una espátula, y no se pierde de vista el sartén porque el resultado es tan fabuloso que no se necesita pan. Uno pone su atención total en el sabor del huevo.

Si además usted se preguntó ¿Por qué no me compro una trufa? Y obviamente se la compró porque ¿y por qué no?, puede poner encima unas delgadísimas tajadas del hongo y transformar este plato sublime en un asunto de otro planeta. Al comer esa primera cucharada usted se sentirá como el científico que en la soledad nocturna del observatorio se ha dado cuenta que descubrió una estrella y que, sólo él y nadie más en la tierra, saben de su maravillosa existencia.  Algo es algo.

 Receta para el domingo

Huevos revueltos a la perfección

  • Para 1-6 personas.

Ingredientes:

  • 8 huevos.
  • 2 cucharadas de mantequilla.
  • 1 cucharada de crema.
  • Sal y Pimienta.
  • Trufa.
  • Ciboulette.

Obviamente la trufa es lo más rico que existe en el universo pero su precio es altísimo. Eso sí, al menos una vez en la vida vale la pena comerla incluso endeudamiento mediante. Si no es blanca, bien buena es la negra.

He notado cierta diferencia en el color y la textura dependiendo de cuándo se agrega la sal. Yo prefiero hacerlo al final porque creo que se ponen pálidos cuando se hace al principio.

Quiebre 8 huevos en un bolo y con un batidor de alambre o un tenedor bátalos muy bien hasta que las yemas y claras se hayan incorporado.

Caliente un sartén de teflón y ponga las dos cucharadas de mantequilla. Espere que se derrita hasta que la mantequilla empiece a burbujear y en ese momento agregue los huevos.

Cocine a fuego bajo o incluso a baño maría. Con una espátula mueva continuamente los huevos evitando que se peguen al sartén. Si va muy rápido retire el sartén del fuego y siga raspando el sartén con la espátula.

Aquí viene lo difícil, retirar los huevos del fuego cuando hayan alcanzado la textura perfecta. No deben quedar firmes ni demasiado suaves, sino esponjosos. Agregue una cucharada de crema y siga mezclando. Finalmente agregue sal y pimienta.

Sírvalos en un plato y ponga encima unas delgadísmas tajadas de trufa y un poquito de ciboulette picada.

¡A gozar!

Para complementar la preparación le sugiero la lectura de la “Letrilla Satírica III” de Francisco de Quevedo. Aquí un fragmento:

En mi mesa las Harpías

mueren de hambre contino;

pídola para el camino,

si me despide mi dama;

más, si a mi ventana llama,

después de comer me asomo.

Yo me soy el rey Palomo:

yo me lo guiso y yo me lo como.

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