El mapa político global se ha comenzado a dibujar con trazos cada vez más en blanco y negro. Las recientes elecciones y el ascenso de líderes de perfil populista/autoritario han consolidado una lógica que promueve el lenguaje de “amigos y enemigos,” despreciando y atacando a quienes se atrevan a disentir sobre su visión.
En contraste, la democracia liberal se construyó sobre la base del respeto a las minorías y el derecho a la disidencia, estableciendo instituciones para su protección.
Desde ahí debería fortalecerse la convivencia democrática, pero hoy figuras como Donald Trump, Marine Le Pen, ViktorOrbán, Recep Tayyip Erdogan, Narendra Modi, Javier Milei, Nayib Bukele, o partidos políticos con reciente éxito como el PVV en Países Bajos o el AfD en Alemania, todos representan un modelo en ascenso que parece encaminado a consolidar un nuevo modelo excluyente.
Es cierto que esos líderes han sido electos por la ciudadanía, sin embargo, utilizan su mandato como licencia para transgredir los marcos democráticos. Estos nuevos referentes han construido su influencia mediante la autoproclamación como los únicos representantes legítimos del “pueblo”.
A través de una retórica comúnmente violenta le dicen a los ciudadanos que la antigua elite es la responsable eterna de los males. Asimismo, apuntan a los medios de comunicación como adversarios por realizar alguna crítica sobre su gestión.
El espacio público se convierte en un ambiente cada vez más hostil, en el cual la única voz validada es la del líder. Es un enfoque que desprecia el diálogo y busca sustituirlo por la obediencia, convirtiendo a la democracia en un espectáculo donde el liderazgo polarizante reemplaza la convivencia.
La situación podría no resultar tan catastrófica si existieran contrapesos, pero no los hay. La verdadera complejidad radica en la falta de liderazgos sólidos que articulen un relato convincente sobre la protección de los valores democráticos que sostuvieron a nuestras sociedades por décadas.
Lejos de unir, las tendencias actuales parecen llevar a las democracias en sentido contrario. Y las instituciones creadas para defender estos valores están dedicadas principalmente a actos simbólicos, incapaces de intervenir con la eficacia que el momento exige.
El déficit de representación y la distancia entre las instituciones y la ciudadanía han llevado a una crisis de confianza en la democracia. Esta desconexión ha dado lugar a una sociedad más fragmentada y una ciudadanía dispuesta a apostar por figuras que prometen certezas. En lugar de líderes que buscan unir, hoy predominan los que consolidan trincheras y fortalecen divisiones.
También es cierto que parte de la responsabilidad de este desgaste recae en las elites anteriores, que no lograron responder a las demandas ciudadanas, creando un terreno fértil para la frustración masiva.
Desde hace décadas, estos actores políticos no lograron responder de manera concreta a los desafíos de la ciudadanía, dejando un vacío que el populismo autoritario ha sabido capitalizar.
A esto se suman los numerosos casos de falta de probidad pública, los cuales solo agravan la desconfianza en las instituciones. Es inevitable entonces preguntarse: ¿y ahora, quién puede defendernos?
No es una respuesta sencilla, y el tiempo apremia. Los ciudadanos, decepcionados una y otra vez por el sistema, no esperarán por vías de largo plazo o conceptos repetidos que parecen nunca llegar.
La indignación se ha democratizado, y cuando los líderes electos no cumplen, las personas buscan opciones alternativas, repitiendo el ciclo. No se trata de clamar por el retorno de los “viejos tiempos” de la política. La democracia liberal no es solo un sistema de reglas; es un compromiso social con el pluralismo y la justicia.
Sin embargo, cuando las instituciones que deberían proteger estos principios se perciben como irrelevantes o distantes, el sistema entero queda vulnerable a líderes que buscan el poder absoluto en lugar del bien común.
Tal vez, entonces, la pregunta no sea tanto quién puede defendernos, sino si nosotros, como sociedad, estaremos dispuestos a defender lo que aún queda en pie.
Se trata de un reto urgente y demandante. Y el peligro está en que, si no asumimos la responsabilidad ahora, quizás más adelante no quede nada que proteger. La democracia debe reconstruirse desde la cercanía con el ciudadano, un esfuerzo colectivo que trascienda las sensibilidades partidarias.
La democracia liberal no es de izquierdas o derechas, sino un pacto de convivencia. Este intento de salvaguardar la democracia debe trascender las sensibilidades partidarias y convertirse en un esfuerzo colectivo. Es un pacto de convivencia que, si no se cuida y revitaliza, está en riesgo de desaparecer.
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