El viejo escultor de “Los Parientes Pobres” (Random House) es un mal padre al que sus hijos, 11 en total, adoran o temen o desprecian, tal vez todas esas emociones juntas. Se consigue dinero pidiendo préstamos que nunca paga a amigos y parientes. Un señor aristócrata convertido en don nadie, como esos artistas locos, criados en cuna de oro, transformados en caballeros quijotescos, sin un peso, sin orgullo ni herencia, que pueden vivir en una mansión a punto de caerse en Viña del Mar o Recoleta. O, como es el caso del personaje de esta novela, en un asilo anticuado de glorias lejanas de Providencia.
Nacido en 1970, Rafael Gumucio vivió el exilio en Francia y quizás por eso le ha costado encontrar su voz, que en todo caso ha ido encontrando. Este libro es una buena muestra de ello. Gumucio escribe con aplomo, se divierte escribiendo, aprovecha los distintos formatos no para limitar su estilo sino para ampliarlo. El lector disfruta el goce del autor, que ya posee una voz, que ya tiene una identidad narrativa como pocos escritores chilenos y la usa a sus anchas. Para los desprevenidos, vale aclarar que nos encontramos frente a un novelista en pleno uso de sus funciones y de su talento. Enhorabuena.
En una novela llena de hallazgos, Gumucio crea su obra más donosiana, pero no imita ni reverencia al autor de El lugar sin límites y Casa de Campo. Donoso sobrevuela el relato sin hacerle sombra. Más bien es una clave que se escucha a lo largo de la historia, un tono o una alusión en sordina que le sirve a Gumucio para expandir las posibilidades de la narración.
La historia describe a 11 hermanos y sus hijos embarcados en una especie de chat familiar donde se desahogan, gritan, se acusan, insultan, culpan y exorcizan. Como en todas las familias disfuncionales, son infelices a su manera y el pegamento que los une es el odio, el resentimiento.
Fiel a su nombre -que puede ser una alusión a Balzac o a una teleserie-, los protagonistas del libro son un clan de hermanos aterrorizados por el incesto que comete el padre senil. Enamorado de una hermana en un hogar de ancianos, con la sexualidad desafiante y erguida del viejo, un escultor de renombre que llegó a ser uno de los más grandes de su generación pero que nadie recuerda, este episodio de incesto irradia las 244 páginas del libro como una mala broma que no se puede borrar.
Los 11 hermanos, ya viejos también, son la burla de la familia, los desfavorecidos, una banda de desadaptados al alero de un patriarca insufrible, avergonzados de sus derrotas y disminuidos ante el otro brazo del clan, los Barría, todavía poderosos y despreciables, con un gran fundo y una casona de laberintos; los ricos y potentados que los primos envidian y a los que se brinda una feroz antipatía.
“Para el Barría grande nosotros somos el paraíso perdido, el papá aristócrata, los primos internacionales, los primos raros, o más bien, más sofisticados, que ellos al menos”, dice uno de los hermanos.
Portada de “Los Parientes Pobres” de Rafael Gumucio.
Las voces de cada uno de los once no está identificada, pero el lector los va descubriendo a medida que hablan: “En la casa de los Barría nadie quería ser genio ni se quejaba de que el resto del mundo no comprendiera su genialidad. Nadie quería ser nada más que lo que era y eso era un alivio”, plantea un hermano. “Cruzaban perros y caballos, pero también leían a autores rusos como condenados”.
Este primer capítulo está armado al estilo de un chat, pero Gumucio, afortunadamente, no es esclavo de la técnica. La usa y despeina sin cumplir casi ninguna de sus reglas y eso se agradece. No hay faltas de ortografía (comunes en los chat) ni la hora ni el autor de cada frase y algunos posteos son tan largos como una carta.
El odio se evidencia cuando el que odia no deja de hablar del sujeto de su resentimiento y así pasa en la conversación de los 11. “Vivían, se pegaban, se empujaban en el río, se tiraban cosas a la cara, se reían los unos de los otros, pero sin preguntarse nada, sin dudar de nada, sin problemas nunca”.
“Todo pasaba, todo sucedía sin comentario donde los Barría: almuerzo, desayuno, cena, noche, mañana, tarde y de nuevo noche. Primavera, otoño, invierno, verano, todo el mundo crecía, después miraban debajo de los parronales con las niñas y los niños que iban a veranear en los campos de los vecinos y se casaban o tenían hijos como los caballos, las vacas, los corderos o los perros tienen hijos, sin pensar nada ni sentir nada, simplemente porque se hace, porque los otros lo hacen, porque hay que aumentar la manada”.
La novela usa distintos formatos: así como los capítulos 1 y 3 son una especie de chat, el 2 y 6 son textos de una nieta en primera persona; el 4 es una conversación por celular y el 5 los ejercicios autobiográficos de una estudiante de un taller literario.
Gumucio maneja bien los estilos y en sus mejores páginas muestra la clase de cronista que es: un tipo agudo, capaz de sacar lustre a los personajes grises, de hacer observaciones filosas sobre el alma chilena, con sus secretos ominosos, sus abusos, secuestros y despojos, como si el autor se escondiera detrás de una cortina observando el espectáculo de la intimidad. Se puede decir sin exagerar que esta es una de sus mejores novelas, si no la mejor.
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