El proyecto de la Convención parte así: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones…etc.”. Bastaría con ese enunciado para que cualquier ciudadano atento encendiera las alarmas, pero ello no inquietó a la asociación de colectivos que funcionó como aplanadora en la Convención, que lo aprobó sin arrugarse. Tampoco le preocupó lo establecido en el artículo 4: “Chile es un Estado Plurinacional e Intercultural que reconoce la coexistencia de diversas naciones en el marco de la unidad del Estado”. Y sucede que allí está configurada la más grave amenaza a la integridad de la única nación que existe, y a la continuidad de su expresión política, que es el Estado unitario.
Si la plurinacionalidad llegara a materializarse, junto a la pluriterritorialidad, el país se asomaría a un conflicto de una envergadura que no alcanzamos a visualizar. El establecimiento de enclaves territoriales que tendrían autonomía política, administrativa y financiera, construidos a partir de la homogeneidad racial, con su propio sistema de justicia y apoyados en “la restitución” de tierras en las que hoy viven miles de personas y en las que funcionan escuelas, empresas, múltiples actividades, provocaría dolorosas pugnas y laceraciones. ¡Cuánto delirio y cuánta desaprensión por la suerte del país se concentraron en la malhadada Convención!
¿Cómo se llegó a esto? El punto de partida fue el acuerdo del Congreso anterior que, luego de regalar su potestad constituyente, estableció escaños de raza en la Convención con el propósito de armar una correlación de fuerzas con ventajas para la izquierda. Hasta la elección de convencionales, en mayo de 2021, existía un registro electoral único, construido sobre el principio de ciudadanía. Nadie había propuesto hasta entonces separar en una categoría distinta a quienes tuvieran ascendencia indígena. Pues bien, el Congreso lo hizo, y estableció un registro electoral étnico. Era, en los hechos, un sistema que buscaba… ¡que los indígenas no se mezclaran con el resto de la población! Fue la consagración de un apartheid falsamente progresista, en realidad tan reaccionario como cualquier otro diseño racista. No sabemos si los senadores que inventaron esto con la calculadora en la mano duermen tranquilos a la vista del resultado. Creyeron ser astutos, y el proyecto incluye la eliminación del Senado.
La definición del “Estado plurinacional” fue el resultado de los negocios políticos cruzados entre el indigenismo, el octubrismo, el PC (cuya verdadera ideología es el pragmatismo) y ese bloque con ínfulas, pero inmaduro, que es el Frente Amplio, en el que domina el feminismo de trinchera. Para esta última tendencia, lo verdaderamente importante era conseguir la paridad en todos los órganos de poder, incluidas la dirección de las empresas del Estado. Y para imponerlo, ese feminismo estrecho de miras aceptó la plurinacionalidad sin vacilar. Lo único que le importó fue la exaltación del género, conseguir la mitad de todo, aunque ello no correspondiera a la realidad, u obligara, como en la elección de convencionales, a “corregir” la votación de los ciudadanos.
Otros refundadores, con el fin de conseguir votos para eliminar el Senado y concentrar los poderes en la Cámara de Diputados (paritaria y con escaños de raza, por supuesto), aceptaron el diseño plurinacional y, por lo tanto, la balcanización del territorio nacional. Otros, para sumar votos contra el Poder Judicial, apoyaron la existencia de “diversas naciones”. Y así, cada colectivo actuó preocupado de su propio ombligo, de sus consignas identitarias, sin asomo de inquietud por las consecuencias para el país, el mismo país, hay que decirlo, que financió abundantemente la fiesta constituyente.
Son muchos los motivos de desazón frente al proyecto de la Convención, pero el más inquietante es la plurinacionalidad, pues constituye el germen de la división de Chile. Es, además, un injerto tomado de la Constitución boliviana. Cómo las cosas no pasan casualmente, ahora se entiende el papel de Elisa Loncón, que anunció la refundación de Chile hace un año: uno de sus asesores fue Rudy Alí López González, cientista político venezolano, hijo de una exembajadora chavista en Bolivia. Y muy cercano a Álvaro García Linera, el ideólogo de la plurinacionalidad, y a Evo Morales. Nada, pues, ha sido accidental, salvo la ingenuidad de quienes celebraron a Loncón como adalid de una nueva era.
En este período de turbulencias demagógicas, corresponde reconocer la lucidez y el coraje de quienes han alzado la voz para alertar sobre la amenaza plurinacional, en primer lugar, el abogado y periodista José Rodríguez Elizondo, premio nacional de humanidades 2021, profesor de la Facultad de Derecho de la U. de Chile, quien ha sido un ejemplo de responsabilidad cívica al advertir sobre los riesgos planteados incluso para la seguridad nacional. La historiadora Sofía Correa Sutil, académica también de la Facultad de Derecho de la U. de Chile, ha descrito crudamente lo que significa la plurinacionalidad: “el fin de la nación”. El profesor Lautaro Ríos, profesor emérito de la Universidad de Valparaíso, denunció con todas sus letras que el proyecto de la Convención es, en este punto, una copia servil de la Constitución boliviana.
Hace apenas un año, no imaginábamos que el proceso constituyente iba a poner en riesgo la unidad de la nación y los fundamentos de la República que nos legaron los fundadores, pero así ha sido. Llegó el momento de rechazar resueltamente el desquiciado proyecto que podría llevar a Chile a una crisis catastrófica. Es hora de reaccionar.
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