De todos los personajes de tragedia de 1973, quizás el más trágico de todos sea el expresidente Eduardo Frei Montalva. Allende, por cierto, encontró la muerte en el golpe militar, pero encontró también ahí la gloria. Pinochet consiguió un poder que le había sido hasta entonces esquivo y no lo soltó más. Aylwin que compartió las perplejidades y ambigüedades de Frei, tuvo tiempo para vivir el segundo acto de esta obra y conseguir de alguna manera redimir parte de sus ambigüedades y explicar parte de sus razones.
El expresidente Frei en cambio cargó con todas las culpas, las suya y las ajenas, en un torbellino que se lo llevo también a él. Al centro de todo y marginado de todo al mismo tiempo de todo. Sin Frei no habría habido UP, no solo porque la mayoría del programa de este era solo una prolongación del suyo, sino porque sin sus votos en el Congreso pleno su examigo Allende no habría llegado a ser Presidente. Sin Frei tampoco habría habido golpe militar que organizaron en alto grado sus ex edecanes y que se demoró varios años en reprobar.
El examen, sin embargo, de sus culpas y logros no sería completo si no se pudiera ver hasta qué punto su decisión de liderar la opción No en el plebiscito del 80 cambió la correlación de fuerza entre gobierno y oposición, permitiendo la alianza que terminaría por derrocar la dictadura cuando él no estaba vivo para verlo.
Pero lo que hace trágica a la figura de Frei no es esta suma de hechos, alianzas y posiciones, sino el modo altamente personal con que asumió todas estas transformaciones y acontecimientos, muchos de ellos inevitables. Así su amistad con Allende, una amistad de familias en que estaban involucrados sus esposas e hijos, no es un mero hecho anecdótico. A muchos falangistas de primera hora se le hacía difícil juntarse con gente que no fuera tan falangista como ellos. A Frei, que dentro de su partido propugnaba la alianza con otras fuerzas de centro y de izquierda, veía en Allende a uno que, desde el mundo del socialismo, evitaba el lenguaje mesiánico y “camino propista” al que él mismo se oponía en su propio partido.
Quizás por eso le dolió de manera personal que Allende se viera de pronto seducido por el mesianismo de los jóvenes de barba cubanos. Ese Allende rejuvenecido le pareció, al que lo había querido chileno y razonable, casi radical, invivible. Su amistad se quebró cuando en un gesto típico suyo Allende se sentó en el sillón presidencial para ensayar. Una broma de más que Frei no estaba dispuesto a tolerar.
De los dos, el destinado a ser profeta, era Frei. De los dos, el destinado al martirio y la redención era Frei. El que tenía que hacer la “revolución en libertad” era Frei. No iba a soportar que el eterno parlamentario, simpático y mujeriego, le quitara su destino. No le creyó al Allende revolucionario, demasiado frívolo, demasiado ligero, demasiado blando para soportar la presión de los grupos más extremos de su gobierno. No le creyó a Allende, sin saber que le reservaría la sorpresa de su muerte en el palacio en llamas. Cometió el error fatal de creerle, a su vez, a los militares, los mismo que intentaron un golpe militar al final de su gobierno. Un golpe que no consiguió ser porque al no haber comunistas en su gobierno, Estados Unidos consideraba que debía dejar que terminara su mandato. Le creyó también a sus consejeros amigos como Willy Thayer y Juan de Dios Carmona, comprometido con el programa de la futura dictadura de la que entendió demasiado tarde la profundidad.
Como suele ocurrir, la soledad del poder vino acompañada de mucha, demasiada gente que le hizo ver hasta qué punto la oposición despiadada a su gobierno no se dirigía solo contra él y sus ministros sino contra la República misma, el país, su esencia de la que sintió de pronto el único defensor. Confundió fatalmente las dos cosas: la presidencia y el presidente; el país y su propia delgada carne siempre iluminada de palabras. Demasiado joven para retirarse a sus cuarteles de invierno no le quedó otra que volver a la política activa y alarmada en que no pudo dejar de ser el jefe de facto de la oposición a su examigo.
Muchas de sus alarmas tenían, por cierto, mucho sentido, y muchas de las incoherencias de la UP, eran las que denunciaba, pero los países no soportan tener dos presidentes al mismo tiempo. Porque si bien Frei dejó la presidencia en septiembre de 1970, nunca dejó del todo de ser presidente. Lo seguiría siendo mucho más todavía cuando muerto Allende se levantó contra la dictadura de Pinochet. Supo con lucidez que la figura de un presidente de civil que habla con brillo, que razona con lucidez, que recuerda el orden de la República, dejaba en ridículo a la figura de un general de pocas palabras y menos gestos que quería con la constitución del 80 un traje institucional a la medida.
Frei moriría poco después de la campaña del plebiscito, una campaña que perdió con brillo, obligando a la dictadura a exagerar el fraude. Su sombra siguió acompañando a la oposición de tal modo que en 1994 un hijo suyo, fue elegido presidente en gran parte en virtud de su nombre. Este fue quizás el último acto, uno ejecutado desde la tumba de esa sombra inmensa, a la vez Yago y Otelo, Hamlet y su tío Claudio, que fue parte de todas las pasiones del Chile de mediados y fines del siglo XX.
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