Estas noches, el invierno ha demostrado toda la inmensidad de su poder. Lo acompañó la lluvia que, en Santiago, ese enclave cordillerano, es sinónimo de helada infernales (según Dante, el corazón del infierno es de hielo y no de fuego). Resfriado en mi cama no puedo dejar de pensar en los que no tienen una estufa en qué abrigarse.
Tampoco puedo dejar de pensar en Rosa Devés, la rectora de la Universidad de Chile, quien ha dejado su casa en el sector oriente de la capital para irse a dormir a su oficina en la Casa Central. Oficina que, me imagino, estará pésimamente mal calefaccionada. Aunque lo que menos debe importarle es la calefacción, sino la posibilidad inminente de que los estudiantes se tomen la Casa Central para intentar convertirla en una sucursal de Gaza.
Claro que una Gaza sin bombardeos constantes sobre la cabeza, con agua potable, alimento tres veces al día y un gobierno y una sociedad civil perfectamente de tu lado. Una Gaza de reality show que pueda aliviar sus conciencias, sin que ayude a nadie más que a éstas.
Así, hay algo en el sacrificio de la doctora Rosa Devés, de tan heroico como inútil. Las tomas son siempre una forma bárbara de negociaciones que solo tuvieron algo de sentido en dictadura. Pero este último campamento, pobre imitación de algunos que se intentan en las universidades más ricas de Estados Unidos, no debería merecer de las autoridades tanto cuidado y paciencia.
La humillación por la que pasó una representante de Ucrania que tuvo que refugiarse en la oficina de la rectora, ya debería ser causal de expulsión para estos alumnos que confunden Oriente y Occidente y Rusia y la Unión Soviética, y la universidad y el WhatsApp de los compañeros. La estupidez puede tolerarse en la universidad, y el error, pero ¿La ignorancia?
La rectora, quien conoce mejor que nadie el reglamento, porque ha pasado gran parte de su vida en el interior mismo de esta universidad de la que su abuelo y todos sus tíos abuelos, los legendarios Alessandri Rodríguez, fueron leyenda, ha demostrado una paciencia digna de otra batalla. A nadie puede dejar de horrorizarle los bombardeos sobre Gaza que han rebasado cualquier medida de lo humanamente aceptable. Y nadie puede dejar de sentir que algo se debe hacer para detener la masacre.
Aunque un grupo de estudiantes chilenos insulte a la representante de Ucrania en el patio de una universidad en Chile, puede ser una de las formas de protesta menos efectiva que exista. Solo un poco menos efectiva que dar por terminado un acuerdo de hace 23 años -que nunca se firmó- que es lo que hizo la Facultad de Humanidades de la misma universidad. Dislate que no le fue siquiera comunicado a tiempo a la rectora.
Lo peor que podría hacer la causa palestina, peor aún que abrazarse a la zarza ardiente de la simpatía por Irán, sería identificarse con Vladimir Putin. Y peor aún tomarse una universidad cuando la mayor parte del alumnado, autoridades y profesorado están de su lado. Voltaire estaba dispuesto a dar su vida para que se pudieran expresar ideas que le parecían nefastas. La nueva izquierda, “woke”, o como se llame, piensa al revés: que estarían dispuestos a matarse y matarte con tal que no puedas decir exactamente lo mismo que piensan ellos, solo que sin quemar nada, ni romper relaciones con nadie.
Estados Unidos vende y regala armas a Israel, y muchos de los donantes y filántropos que financian las universidades norteamericanas tienen una relación de colaboración con Israel. Hasta hace poco menos de un año era imposible decir nada malo de Israel en los estados de la unión. En las universidades menos que ninguna parte.
Lo que pasa en Estados Unidos es el quiebre de un tabú que, como todo quiebre de tabú, lleva consigo su propio exceso. Porque es perfectamente legítimo pedirle a un judío que exprese su reprobación más total a la política de Netanyahu y la guerra asesina y suicida en que este se empeña, pero es cruel pedirle que abjure de la existencia de Israel mismo. Tan cruel y estúpido como pedirle a un palestino que diga que Palestina no existe ni debería existir.
La idea de que ambos pueblos puedan vivir en sus respectivos estados está completamente ausente del debate. La inmensa complejidad de la política de esa región donde todo es sagrado y mortal, todo frágil y cruel debería alejarnos de dar lecciones sobre ella y mucho menos importar algo que no entendemos. Después de todo, rebelarse contra el colonialismo copiando fuera de contexto lo que se hace en las capitales del imperio, resulta altamente ridículo. Por algo vivimos al fin del mundo, donde pueden, sin dejar de ser lo que son, un palestino y una judía o un judío y una palestina casarse y tener hijos. O podían, más bien.
La Universidad de Chile, fundada por un venezolano, junto con algunos polacos, franceses y alemanes, fue un refugio digno para muchos de estos judíos y palestinos que enriquecieron esa casa de estudio y vivieron y viven en paz sin dejar de ser quienes son.
¿Qué queda de todo eso? La llegada de la doctora en Bioquímica Rosa Devés, primera mujer en ser rectora de la universidad, y vistosa heredera de ese mundo (su padre fue un prestigioso ingeniero, aunque de la Católica) y depositaria de todo tipo de méritos propios, nos proveyó la ilusión de una resurrección. Pero la universidad sigue siendo tan desigual como el país, con facultades prósperas y otras que se caen a pedazos, una burocracia rampante en casi toda ella, tomas y paros de los que nadie recuerda el petitorio, y elecciones de la FECH anuladas donde no vota ni un 9%.
Rosa Devés, quien fue bailarina de ballet por 20 años antes de dedicarse a la bioquímica, tendrá que usar toda la ligereza del baile, toda la armonía posible, pero también la firmeza sobre la barra, la musculatura alerta, para entender que en estas noches de frío invernal es importante que cada uno sepa regresar a su propia casa, es decir que cada uno sepa cuál es su lugar. Es algo que en la Universidad de Chile hace tiempo se olvidó.
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